¿Por qué muchos hombres de cierta edad no se quitan el chándal?

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Fidel Castro, con chándal, en una imagen de archivo

Ni que decir tiene que la indumentaria pensada para los hombres es, con mucho, mucho más aburrida y rígida que la de las mujeres. Si bien ahora gozan de una variedad más generosa y de una mayor relajación formal, buena parte de la generación de los hombres que ahora se encuentran en el momento de la jubilación tuvieron que pasar por el aro y enfundarse un traje sastre durante toda su vida laboral. Un traje que, en cierto modo, se erigía en un rito de paso a la adultez, porque, al ponérselo, la persona asumía que el desenfreno de la juventud quedaba atrás y ahora tocaba poner cordura. El traje sastre –tapado, discreto, amortiguado y oscuro– confiere credibilidad, poder, responsabilidad y respeto en sociedad, puesto que es una herramienta del todo efectiva para disciplinar los cuerpos y asegurarse su fidelidad y obediencia al sistema.

Además de ser un símbolo inequívoco de madurez, también atestigua la pertenencia a una clase social media-alta, ya que es una vestimenta incompatible con profesiones que manipulan materiales ensuciados o que requieren una actividad física importante. Pero, lejos de igualar o democratizar a quien los lleva, los trajes sastre contienen un sinfín de matices diferenciadores. Como afirmó John Berger, existen grandes distancias estéticas entre unos chicos de pueblo mudados yendo hacia el baile y uno gentleman inglés con un conjunto hecho a medida. Un buen traje sastre debe poder pagarse, pero también debe saber defenderse, porque contiene códigos culturales y sociales que no todo el mundo conoce ni puede representar. Un alarde que, en buena medida, se articula en su incomodidad y rigidez y que condena a los hombres a pasar frío en invierno y calor en verano. Pero, una vez finaliza la vida profesional y llega la jubilación, ¿qué ocurre con todos estos señores de negro?

La respuesta a esta pregunta está íntimamente vinculada a cómo se jubilan los hombres y cómo se jubilan las mujeres. En el caso de ellas, finaliza la vida laboral extradoméstica, pero continúa una parte importante de las tareas que ya realizaban antes, relacionadas con los cuidados de la familia (que en muchos casos se amplían con la aparición de los nietos), el mantenimiento de la casa, las tareas y gestiones domésticas o el avituallamiento de alimentos, sumados a una vida social que, en muchos casos, es más rica que la de sus maridos. Su jubilación –únicamente parcial– hace que no experimenten un cambio de indumentaria demasiado notorio entre una etapa vital y otra. En cambio, en lo que se refiere a los hombres, la parada de su actividad diaria es mucho más brusca, lo que reduce drásticamente su actividad física, mental y social. Si bien los trajes sastre desaparecen casi por completo, por ser eminentemente uniformes profesionales, muchos hombres realizan una adaptación más ligera e informal. Pero hay otro grupo que, de la noche a la mañana, descubre las maravillas del chándal y hace de las tiendas de deporte a sus grandes aliadas.

La adopción de este conjunto de ropa en hombres de cierta edad es claramente una liberación de la rigidez y la formalidad de la vida laboral que, en algunos casos, se ve intensificada por un menfotismo creciente sobre qué van a decir. Además, también puede entenderse como una voluntad de regresión a la juventud frente a la obligación social que tenemos de resistirnos a envejecer. Siguiendo la idea de que aparentar es ser, el chándal también crea la ilusión de una vida más activa de la que realmente se tiene. No cabe duda de que, si el traje sastre es un símbolo de madurez y conservadurismo, el chándal lo es de juventud y disidencia. Quizá por eso varios políticos de edad avanzada le han incorporado a su armario, desde Fidel Castro como maniobra populista hasta Mariano Rajoy cuando camina deprisa, una estrategia con tufo desesperado para llegar a un público más joven, que tan sólo incrementa el descrédito de unas políticas caducas y envejecidas.

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