Sin madre, sin abuela
Ahora, la que se ha ido es ella, con sólo 68 años, y yo soy la que me he quedado sin madre
Mi madre perdió a la suya cuando tenía 56 años. Demasiado joven, siempre decía. La abuela tenía 78 años cuando nos dejó. Mi pareja y yo ya teníamos claro entonces que queríamos tener hijos y convinimos que sería un buen momento, entre otras cosas, porque una nieta serviría para contrarrestar esa pérdida. Ilusa de mí. Recuerdo perfectamente el día que le di la noticia, a ella antes que a nadie, convencida de que le estaba haciendo el mejor regalo que había recibido nunca.
Ahora, la que se ha marchado es ella, con sólo 68 años, y yo soy la que me he quedado sin madre. ¿Y sabéis qué? Que siento que no hay nadie en el mundo, absolutamente nadie, que pueda llenar el vacío inmenso que ha dejado. No, mis dos hijas tampoco. Porque una madre es una madre. Y no es un tópico. Por poco o mucho que haya ejercido como tal, la madre es siempre la madre. Y la mía lo es en mayúsculas. No conozco a ninguna otra persona tan dispuesta a dar amor, a acompañar, a hacer el camino más amable y más llano a los que le rodean. Era una persona excepcional, generosa, conciliadora, discreta, respetuosa...
La mejor abuela del mundo. Cuidó a Paula cuando la depresión posparto me jugaba malas pasadas. Pasaron muchas horas juntas. Veranos enteros. Y ahora su esencia pervive en ella. A Martina pudo disfrutarla muy poco. No había cumplido ni los 3 años cuando mi madre se marchó, pero procuraré que siempre la tenga presente. Yo la lloro a menudo. Menos de lo que quisiera por culpa de la vorágine diaria.
Marchar era la mejor opción
La lloro a ella y a mi padre, que también nos ha dejado. El cáncer se los ha llevado a ambos con cinco meses de diferencia. Primero se fue él. Una gran pérdida para muchísima otra gente también. Porque detrás de un hombre rudo se escondía una persona noble, sensible, generosa, de una gran calidad humana, siempre dispuesto a ayudar a cambio de nada. No estoy orgullosa, pero debo confesar que deseé que marchara, lo antes posible, para no verlo sufrir más, estrujado desde hacía meses del sofá a la cama y viceversa, con los ojos medio cerrados, resignado con esa vida que para él ya no era vida.
Marchar era la mejor opción para todos, empezando por sí mismo, pero sobre todo por el bien de mi madre, que llevaba 7 meses al pie del cañón, cuidándolo día y noche, convencida y decidida, a fuerza de voluntad, y de mal de espalda. Había sacado todo el coraje del mundo para poder acompañarle hasta el último aliento, en un acto de amor y generosidad para corresponderle como se merecía, después de 50 años cuidándose mutuamente. Ella lo era todo para él. Él, para ella, casi también. Juntos habían construido un imperio de felicidad.
Lo que más me duele es que Paula y Martina se hayan quedado, tan temprano, sin estas dos fuentes de sabiduría, amor y serenidad. Una injusticia en toda regla. Porque los abuelos son auténticos referentes para los niños. Un refugio seguro cuando las cosas van mal dadas. Y también una brizna de libertad. La que los padres no podemos ofrecerles porque nos corresponde ponerles los límites desde pequeños.
Es un duro golpe, sí. Hay días en que la tristeza me invade y, de hecho, no puedo evitar las lágrimas mientras escribo estas líneas, pero me hice una promesa y haré todo lo que esté en mis manos para cumplirla y no desfallecer. Me niego a volver a entrar en el túnel, a tener que sobrevivir en la oscuridad. Prefiero esforzarme por ver el vaso medio lleno y dar gracias a la vida por haber podido disfrutar de los mejores padres hasta pasados los 40 años.