Se ha analizado y denunciado a menudo cómo las redes sociales han añadido presión estética y conductual a los adolescentes, guiados por algoritmos nocivos y anuncios insistentes que hacen creer en ideales imposibles. Pero la tiranía de estos mensajes no es exclusiva de esa generación. En Instagram, al menos, los hay para todas las edades. Cada pocos segundos llegan imágenes, consejos y productos que conectan con preocupaciones, ocupaciones y conversaciones habituales de mujeres de bastante más edad. Primero llegaron los anuncios de unas fundas de almohada de seda. “Mi dermatólogo me hizo comprar esto”, dice un letrero pegado a la cara de una señora. Evitan la aparición de arrugas e imperfecciones de la piel y cuidan el pelo dándole un aspecto más brillante. Después empezaron los anuncios de todo tipo de semillas y bayas. “Ya no estoy hinchada”, dice un letrero mientras aparece la imagen de unas manos femeninas intentando abrocharse los pantalones. También aparece un producto para eliminar los callos, unas cápsulas que prometen ser un “metabolismo killer” y unos polvos de “matcha collagen” para fortalecer no sé qué y con otras propiedades milagrosas. Día sí día también hay un bombardeo de anuncios de cursillos online de pilates dirigidos a madres que no pueden salir de casa porque tiene que cuidar a sus hijos.
Parece que mi móvil todavía no ha descubierto que mi hija está a punto de alcanzar la mayoría de edad. Me aparecen decenas de mujeres en su casa, despatarradas contra la pared, haciendo unos ejercicios endemoniados mientras los niños juegan a su lado. Sorprendentemente, los algoritmos detectan que quizás no tengo el problema de los niños y que el pilates que necesito es el de señoras con sobrepeso. Entonces, todas las mujeres que se despatarran contra la pared a sudar la gota gorda ganan en dimensiones físicas. Y de ahí que después me anuncien una web sobre un personal shopper que me elegirá ropa especial para mujeres gorditas que también quieren vestirse modernitas. Luego publicitan aplicaciones para andar. El anuncio dibuja una silueta femenina obesa. Una tonalidad roja marca las zonas de excesos en el vientre y las piernas hasta que la figura camina y adelgaza. A continuación llegan los anuncios de cremas para la celulitis: “¿Quieres volver a enamorarte de tu cuerpo?” La gran novedad llega con el ofrecimiento de una alternativa a la cirugía plástica. Una especie de esparadrapos de plástico diminutos que realzan los párpados caídos. El titular de un artículo de un medio que no sigo me explica que las inyecciones de bótox en el músculo trapecio harán que mi cuello parezca más delgado y tendré una apariencia más joven.
También me anuncian un widget tecnológico extraño, con forma de piedra de río, que emite unos sonidos relajantes ideales para dormir y meditar. Y Elle Macpherson, radiante y en bañador, me anuncia un superelixir: "Es mi secreto para sentirme y parecer siempre joven". Todo ello se remata con los consejos de modelos veteranas simpatiquísimas que ahora, en su madurez turgente y sin michelines, te exhiben lo flexibles que son haciendo posturas imposibles de yoga en sus gimnasios domésticos de lujo, te aconsejan recetas que no tienes tiempo de preparar y te dan trucos de belleza que, francamente, ellas no creo que necesiten. Hace treinta años crecimos con el espejo imposible de las top models. Ahora envejecemos con el espejo irreal de una madurez que te obliga a unas rutinas vitales propias de una disciplina militar. Obviamente, la experiencia te hace relativizar esa lata. Pero no por eso deja de ser agresiva, ofensiva y opresora. No sé si podremos volver a enamorarnos de nuestros cuerpos con toda esta mierda, pero lo cierto es que te obligan a pensar demasiado en ello.