El viaje

El secreto de la longevidad en las islas japonesas de Okinawa

Dicen que hay en total unas ciento sesenta islas en el archipiélago. Desde islotes desiertos a mundos idílicos con una vegetación tropical en la que vive la población más vieja del mundo

Una mujer sirviendo té en Okinawa.
07/03/2024
8 min

La primera vez que oí hablar del archipiélago de Okinawa me imaginé unas islas lejanas, perdidas en la inmensidad del océano Pacífico. Un viaje reciente me ha dado cuenta de que son lejanas incluso desde Japón, el país al que pertenecen. De Tokio a Naha, la capital de las islas, tarda dos horas y media en avión. Si prefieres ir en barco desde la ciudad de Kagoshima son veinticinco horas. Y es que estas islas de clima subtropical están mucho más cerca de Taiwán que de las islas principales de Japón.

Dicen que hay en total unas ciento sesenta islas en el archipiélago de Okinawa: son muchas, pero algunas son tan sólo islotes desiertos. Otros, en cambio, son mundos idílicos con una vegetación tropical en la que vive la población más longeva del mundo. No es extraño, por tanto, que digan que en Okinawa existe el secreto de la longevidad.

Okinawa se ha ganado la reputación de ser una de las localidades más longevas del mundo. En la imagen, una mujer de edad avanzada en su casa.

El verde de la isla de Ishigaki

Empiezo el viaje a Ishigaki, una isla de unos seiscientos kilómetros cuadrados poblada por unas cincuenta mil personas. Viniendo de Tokio, me sorprende el verdor de la isla y que uno de los principales cultivos sea la caña de azúcar. La calma que reina, por otra parte, nada tiene que ver con el estrés de la capital. Salvo algunas playas donde han construido hoteles, Ishigaki se mantiene, sobre todo en la parte norte, como una isla tranquila con una naturaleza desbordante, tal y como puede verse en la bahía de Kabira, con un agua de un maravilloso color azul turquesa, y en los manglares del parque natural de Nagura Amparu.

Kenji, un arqueólogo local, me lleva a las playas del norte, las más solitarias de la isla. Por el camino vemos, en el pueblo de Hirakubo, unos caballos más pequeños de lo normal (los ponis Yonaguni) y un faro blanco que desafía un mar alborotado, con una línea blanca marcada por las olas que baten la barrera de coral.

El Kenji aparca el coche en un margen de la pista y caminamos por la selva hacia unas rocas rodeadas de verde donde los antiguos habitantes enterraban a los muertos. “Aquí eran animistas y las familias venían a almorzar junto a la tumba, a hacer compañía a los antepasados ​​–me cuenta–. Todo esto queda atrás, pero todavía hay chamanes en la isla”.

Ishigaki, una isla de unos seiscientos kilómetros cuadrados poblada por unas cincuenta mil personas.

Seguimos hacia unas playas desiertas de una belleza que corprende. La vegetación de la selva que llega a raíz de playa esconde una sorpresa: las ruinas de un antiguo poblado que fue destruido por un tsunami en 1771. “Las olas llegaron a los cuarenta metros y mataron a unas doce mil personas –me dice el Kenji–. La isla de Ishigaki y las de alrededor cambiaron por culpa de ese tsunami”.

La playa de arena dorada, llena de trozos de coral, es virgen y preciosa, aunque en algunos trozos se acumula la suciedad. “Hemos hecho analizar los desechos y los llevan las corrientes marinas desde China –apunta Kenji–. Estamos muy cerca, tanto de China como de Taiwán, y muy lejos de Tokio”.

Los habitantes de la isla hablan un idioma propio, pero con los años se va perdiendo y ahora es el japonés el que domina, tal y como me cuenta Eric, un holandés que lleva ocho años viviendo en Ishigaki. “Vine a esta isla buscando la calma y no me equivoqué”, me dice con una sonrisa en su casa, en el pueblecito de Kuura.

El gato salvaje de Iriomote

En menos de una hora el ferry me lleva a la vecina Iriomote, una isla poco poblada cubierta en un 90% verde. Viven tan sólo unos 2.400 habitantes y domina la sensación de que aquí la naturaleza es la que manda, en forma de manglares, selvas, cascadas y ríos de montaña. La isla es ideal para realizar excursiones y cuenta con unas playas preciosas, como la de Hoshinosuna, y con onsens, las fuentes termales en las que se puede tomar un baño relajante por la noche.

Cuando circulas por la isla, donde sólo hay un semáforo, llaman la atención los muchos carteles que piden que tengas cuidado de no atropellar a un felino salvaje, muy parecido a los gatos domésticos, que vive en los bosques del ' isla. “El gato de Iriomote se descubrió en 1965 y quedan tan sólo un centenar de ejemplares”, me dice Harumi Tokuoka, directora de la Fundación Iriomote.

La fundación se ocupa de proteger la naturaleza de la isla y apuesta por un futuro sostenible y para que no aumente el número de turistas. En el centro de conservación se pueden ver gatos disecados y otros animales de la isla, como tortugas o escarabajos.

Es tanta la devoción que sienten los habitantes de Iriomote por su gato salvaje que en un parque de la ciudad hay una escultura de un gato gigante, de cuya boca sale un gran tobogán. Cerca se encuentra la casa del músico Osamu Ohama, que tiene una buena colección de sanchinos, un instrumento relacionado con el shamisen, una especie de laúd de tres cuerdas, originario de Okinawa, con la caja forrada con piel de serpiente pitón .

Osamu no sólo nos invita a su casa para hablar de música, sino que después de cenar nos ofrece un concierto de sanxin, acompañado de sus alumnos. A su juicio, la práctica del sanxin se mantiene muy viva en Iriomote. "La música que tocamos nos hace sentir mejor", dice con una expresión beatífica.

Okinawa y el recuerdo de la batalla

Cuando salto de la isla de Iriomote a la de Okinawa me asalta de entrada la desazón, ya que ésta es una isla mucho más poblada, con una capital, Naha, donde viven más de trescientos mil habitantes. Allí se levanta el castillo de Shiju, donde vivían desde el siglo XV los señores que gobernaban el antiguo reino de Ryukyu hasta 1879, cuando las islas fueron anexionadas por Japón. El castillo fue destruido en parte durante la Segunda Guerra Mundial, y se quemó después, pero todavía hoy impresionan las murallas.

Es imposible circular por la isla sin recordar la Batalla de Okinawa (1945), en la que murieron ciento setenta mil japoneses, buena parte civiles, y treinta mil estadounidenses. En el sur de la isla hay un Memorial por la Paz que recuerda la batalla y en una colina de Naha, la capital, se pueden visitar los túneles en los que las tropas del almirante Minoru Ota resistieron la invasión estadounidense. Al verse rodeado, Ota se suicidó con unos cuatrocientos oficiales y soldados. Todavía hoy puede verse en las paredes del sótano el rastro de la metralla de las granadas que lanzaron para poner fin a su vida.

Terminada la guerra, Estados Unidos se quedó la isla hasta 1972, y todavía hoy mantienen unas bases donde viven unos 25.000 estadounidenses. Con estos referentes, es comprensible que en Okinawa se note la influencia de EEUU, con restaurantes de fast food y con souvenirs que hacen referencia a productos que llevaron a los americanos, como la carne enlatada SPAM o los helados Blue Seal. Un paseo por Kokusai Dori, la calle principal de Naha, permite ver muchas tiendas japonesas, como las famosas Don Quijote, donky, donde se puede encontrar de todo, y las bolsas que llevan los turistas con publicidad de SPAM, Blue Seal u Orion, la cerveza local. La comida japonesa, por supuesto, también está presente en los restaurantes del centro, tanto en las izakayas como a los yakitori o en los locales de sushi, sashimi, ramen o lo que sea.

En Yochimun, el antiguo barrio de los ceramistas, por otra parte, se puede ver cómo era el Okinawa de antes, con callejuelas empedradas, casas con jardines bien cuidados y figuras de los dioses protectores en la puerta.

Una de las cosas que dan prestigio a Okinawa es el hecho de que allí nació, dicen que en el siglo XV, el kárate. Una visita al Okinawa Karate Kaikan permite ver los dojos donde se realizan competiciones y un museo dedicado a esta disciplina en la que insisten en que era sobre todo “defensiva”. Desde la isla, el kárate se expandió a Japón y, años más tarde, los estadounidenses popularizaron esta disciplina. Por cierto, si se come en el restaurante del centro se puede pedir Karate Soba, una sopa de fideos con un alga cuyo nudo flota en el plato imitando un cinturón negro.

Por otra parte, en Okinawa hay una interesante escuela tradicional de teñidores de seda. Una visita a los talleres permite ver la complejidad de este método artesanal, con el que se realizan unos lujosos kimonos que llegan a venderse por más de 30.000 euros.

Otro de los orgullos de Okinawa es el teatro tradicional Kumiodori, en el que se mezclan la música, la danza y el texto. En el Teatro Nacional de Okinawa se puede asistir a una clase en la que se enseñan las normas básicas de estas obras en las que la música del shamizen, un instrumento de tres cuerdas, siempre tiene un protagonismo.

Un grupo de jóvenes vistiendo kimonos de seda en Okinawa.

Una costa tropical

Quedarse muchos días en Naha sería un error. Merece la pena salir de la ciudad para ir a las costas del sur y del norte de Okinawa, donde la vegetación tropical y las playas justifican que muchos japoneses del norte vayan a estas islas en busca del trópico.

En la costa sureste es casi obligado ir a Sefa Utaki, un lugar sagrado del antiguo reino de Ryukyu. La religión antigua da mucha importancia a la naturaleza y los reyes peregrinaban en el pasado a esta zona boscosa de la isla donde se pueden visitar rocas y cuevas sagradas que se abren en medio de una vegetación exuberante. Justo en frente de Sefa Utaki está la isla plana de Kudaka, donde dicen que los manantiales de las islas bajaron del cielo.

A l’arxipèlag domina la sensació que la naturalesa mana, en forma de manglars, selves i cascades com aquesta, al nord de l’illa.

Cerca del sitio sagrado hay playas de arena y buenos restaurantes, como el Hyakuna Garan, donde se puede comer cocina japonesa con vistas al mar y con toques propios de la isla de Okinawa. La comida suele rematarse con unos vasos de sake, aunque en la isla prefieren el awamori, un aguardiente que se hace destilando el arroz y no fermentándolo, como se hace con el sake. Una variante es el habushu, que se hace poniendo hierbas en el awamori y añadiendo una serpiente que se enrosca dentro de la botella.

En el norte de la isla hay también buenas playas, sobre todo en la parte de Nago y de la península de Motobu, en la que se encuentran los restos de un castillo y un parque oceanográfico, además de la bonita isla de Kouri, unida a la gran isla con un puente.

La población más vieja del mundo

No muy lejos de la costa oeste se encuentra la zona de Yanbaru, con un conjunto de pueblos que tienen fama de tener la población más vieja del mundo. Esto ocurre, en parte, porque mantienen una dieta muy equilibrada y también porque practican el ikigai, “una razón para existir” que les ayuda a encontrar la felicidad y que les hace estar en buena forma.

En la zona de Yanbaru existe un conjunto de pueblos que tienen fama de tener la población más vieja del mundo.

El pueblo, entre el mar y el bosque sagrado, desprende una calma de otro mundo, pero no desvela el secreto de la longevidad. Veo pasar a unos abuelos centenarios, pero Teito, un guía local, me dice que es mejor no molestarles y dejar que hagan su vida. Veo, pues, cómo el secreto de la longevidad pasa de largo despacio. Sin embargo, instalados en una casa del pueblo, Teito nos cocina una barbacoa con productos locales que sirve de ejemplo de una alimentación sana que, si funciona, nos llevará a vivir muchos años.

Al día siguiente damos una vuelta por el mar con un sabaní, una embarcación tradicional de vela que recuerda a los zampan chinos. Un paseo por aguas tranquilas permite respirar una calma que se encuentra muy lejos de la fiebre urbana de Naha o de Tokio y que, de algún modo, también debe contribuir a la longevidad.

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