Hiroshima, después del ataque nuclear
06/08/2025
Periodista i activista social
5 min
"...cuando de repente, del cielo, de donde vienen, dicen, los ángeles y los pájaros, caía un chaparrón de fuego, el cielo era el infierno, el orden se había dado la vuelta"

Era día de mercado, Josep Palau i Fabre

Hoy miércoles cuando abran el diario cumplirá apenas ochenta años que elEnola Gay lanzó la Little boy, la primera bomba atómica contra la población civil de la historia. Lo hizo sobre la ciudad de Hiroshima, que quedó reducida a fuego, desmenuzada a escombros y hierros, provocó 140.000 muertos y empezó la era del horror nuclear. Al día siguiente, la imagen de aquél seta de 4.000 grados de calor daba la vuelta al mundo y todavía hoy la hace. Sólo tres días después, el 9 de agosto, Truman insistía y la bomba de plutonio Fat man, lanzada desde el Bockscar, abocaba la misma munición sobre Nagasaki y provocaba 70.000 muertes. Era la segunda bomba nuclear de la historia —y desde entonces, la última hasta ahora, de tantas secuelas dantescas como dejó. Luego vendría la lluvia negra, miles de muertes adicionales, décadas de radiación y enfermedades que todavía perduran. Pocos meses antes, por no olvidar, Dresde también había sido arrasada por la aviación británica y americana con armamento no nuclear -25.000 muertos e incluso Churchill expresando dudas sobre el ataque. En ninguno de los tres casos —a pesar de la evitación de males mayores que sostienen sus apologetas— queda nada claro que fuera necesario: la rendición alemana no estaba lejos y la capitulación nipona estaba al caer. Pero era agosto de 1945 y ya se venía de la infausta estela del bombardeo alemán de Gernika. Y de los bombardeos de saturación sobre Barcelona que tanto entusiasmaron a Mussolini en 1938. En la ciudad colapsada donde llovían bombas la salvó entonces el subsuelo barcelonés —el mismo subsuelo que cada día pisamos, que nos salva todavía sin darnos cuenta y donde todavía sobreviven 1.300. A Hiroshima y Nagasaki, ocho décadas después, todavía les salvan la paciente resistencia pacífica de los cuatro ginkgos que sobrevivieron, aquellos cuatro árboles que rebrotaron, y especialmente de la voz y el silencio hablando de los hibakusha. Los supervivientes. Quienes hoy recordarán, llamando a un desarme nuclear global efectivo, que esa mañana de hace ochenta años todos los relojes de la vida perecieron y quedaron parados, a fuego, a las ocho y cuarto y diecisiete segundos.

Aquel 6 de agosto, el hombre técnico, el hombre prometeico con afán y complejo de Dios, logró la opción de aniquilar a la humanidad de un solo revuelo, la aporía de la destrucción mutua asegurada y la hazaña nihilista, tantas veces llevada al cine, de la solución final. Dice la historia que tras el primer ensayo militar exitoso en el desierto estadounidense de Los Alamos, Oppenheimer recitó un dicho tradicional indio: "Ahora soy la muerte, el destructor de mundos". Se dice menos que el militar que tenía justo al lado le espetó como respuesta: "Lo que somos en realidad es una banda de hijos de ****". ¿Qué separa tres mil metros de altitud de 100.000 muertes? Un solo botón industrial. Lo que premeran respectivamente -Hiroshima, Nagasaki- el mayor Thomas Ferebee y el capitán Kermit Beahan. No está de más decir que por haber asesinado a más de 200.000 personas nunca fueron juzgados sino tratados como héroes. Ni siquiera se arrepintieron. Pero como siempre hay otra historia, habrá que buscarla. Y recordar, por ejemplo, al añorado Howard Zinn, autor de lo imprescindible La bomba: fue uno de los jóvenes pilotos estadounidenses que, desde allí arriba, perbocaba napalm sobre Europa, que revisitó años después sus efectos y, como epifanía contra el horror nuclear, se nos convirtió en intelectual antibelicista de ineludible referencia. O la contrahistoria del también piloto Claude R. Eatherly, enloquecido por el dolor y perseguido por la culpa hasta su reclusión psiquiátrica, con quien Günther Anders se carteó hasta publicar El piloto de Hiroshima, donde expiloto, víctimas e intelectual se conjuraban contra futuros desastres. Anders, filósofo crítico de la tecnología que sostenía que Eatherly podíamos ser cualquiera, también escribió en 1958 El hombre en lo alto del puente. Periódico de Hiroshima y Nagasaki, en inmejorable edición catalana de Club Editor desde el año 2023. En cualquier caso, desde 1955, el Manifiesto Russell-Einstein, que también cumple 70 años este año, todavía nos pregunta si "¿queremos finir a la raza humana o debería renunciar a la humanidad a la guerra?" Mientras, Kiiv quema, el Donbás humea y Gaza sucumbe.

Hoy, 80 años después, en plena escalada belicista y de sórdida sumisión a Trump en materia económica, energética y militar, hemos visto cómo la cuestión nuclear reavivaba en los últimos meses —el ataque a Irán, los submarinos surcando las aguas, las pruebas de Corea del Norte o la central de Zaporíjia. Pero lo peor, según el SIPRI de Estocolmo en su último informe de junio, es que el arsenal nuclear no ha dejado de crecer de nuevo, tras el descenso posterior a la Guerra Fría, y ha entrado en una nueva retórica de amenazas y una peligrosa carrera armamentista de ampliación y modernización. Hoy 9 estados disponen de 12.241 cabezas nucleares, algunas con una potencia destructiva 20 veces superior a la de Little boy, que serían capaces de destruir el mundo manta veces —y eso que uno solo es suficiente. El 90% están en manos americanas y rusas. Paradójicamente, cinismo criminal al frente de la política internacional, quien también tiene despensa nuclear y no informa en ninguna parte y no está sometido a ninguna inspección internacional, es Israel, que dispone de 90 cabezas nucleares, listas para ser empleadas en caso de "amenaza existencial". Israel, el único estado que ha bombardeado cinco países en el último año. Mientras tanto, también resulta que el gobierno más progresista de la historia celtibérica aún no ha firmado el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares, suscrito ya por 94 estados desde el 2021. Que se ahorren palabras hoy hasta que no lo abonen con hechos mañana, cuando la única forma de evitarlo posibilite.

Y sí. Como la retina del ojo de la niña que huye del napalm en Vietnam, hemos visto a Gernika repetida una y mil veces —Saigon, Sarajevo, Fallujah, Grozni, Bagdad, Rojava. Y como afina Santiago Alba Rico con su lucidez desarmada, sosteniendo que en realidad no hemos sobrevivido a Hiroshima, habría que añadir que el modelo 1945 que ahora se tambalea pivota sobre una doble moral asustante. En un abismo que escinde del todo Nuremberg de Hiroshima. Porque mientras se condenaba para siempre —con infinita razón— el exterminio horizontal de los lager alemanes, del universo concentracionario nazi y de los pozos sin fondos del exterminio en los campos, se absolvía al mismo tiempo el exterminio vertical de todos los crímenes de Hiroshima y Nagasaki. Como si matar desde el aire fuera menos criminal y más aséptico que hacerlo desde el suelo y los crímenes aéreos, en las nubes de la impunidad, dejaran en vilo al precario derecho terrestre. Lo que sí sabemos también, ochenta años después, es que Israel ya ha vertido sobre Gaza 100.000 toneladas de bombas, que el 90% del territorio es ya escombros, infierno y hambre y que 60.000 palestinos han muerto —93 al día, 4 por hora, uno cada cuarto de hora. Y tantos aún resistiéndose a nombrarlo por su nombre: genocidio. Que no sería posible, invariablemente, sin tantas complicidades silentes: las duras, las blandas y las de siempre. Como si Gernika aún quemara. Como si nunca hubiéramos sobrevivido en Hiroshima y Nagasaki.

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