"No cabe duda de que los hechos encajan perfectamente en el delito de terrorismo", afirman los fiscales del Supremo en referencia al Tsunami. Bien mirado, no podía esperarse otra cosa de los mismos acusadores que consideraron que los presos políticos habían cometido un delito de rebelión, pese a la evidencia de que en ningún momento del Proceso hubo ningún levantamiento armado. Más de un centenar de catedráticos de derecho españoles firmaron un informe en el que afirmaban que esa acusación no se sostenía. No les hicieron ningún caso, los presos políticos fueron juzgados por rebelión y al final, rendido a la evidencia, el tribunal presidido por Manuel Marchena les condenó por sedición (que tampoco lo era), una decisión que, por cierto, le costó varios silbidos de los suyos por blando.
Lógicamente, por tanto, si los hechos de septiembre y octubre de 2017 fueron constitutivos de rebelión, debe ser coherente que en el mundo paralelo en el que viven estos fiscales las protestas de 2019 por la sentencia del Proceso sean constitutivas de terrorismo. Todo el mundo vio que aquella protesta multitudinaria en la que participaron cientos de miles de personas no era más violenta que muchas protestas que vemos cada día en Europa y que a ningún fiscal se le ocurriría considerar que fueran terrorismo.
Han tenido más de cuatro años por considerarlo terrorismo, y casualmente lo han hecho ahora, que el Congreso aprobará una amnistía. La justicia española tiene un problema grave, que es que cuando se trata del independentismo catalán es más española que justicia, como hemos podido comprobar la mayoría de las veces que ha medido sus fuerzas con varios tribunales europeos (Suiza acaba de aparecer de nuevo en la lista). No se extrañen, pues, que para poder renovar el Consejo General del Poder Judicial, que lleva cinco años con el mandato caducado, PSOE y PP necesiten un mediador internacional, porque el sentido patrimonial de la justicia está en el ADN de la derecha y la ultraderecha españolas.