El ejército en la Plaza Sant Jaume de Barcelona, la noche del 6 de octubre de 1934
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Algo que no ha superado Catalunya es el acné. España sigue mirándonos a la cara de mayores de un adolescente extranjero entrompado a punto de hacer balcóning un 6 de octubre de 1934 eterno. Mientras se tira va repitiendo la proclama: el Estado Catalán de la República Federal Española... Nadie le entiende. Somos la fusión al vacío entre un cuerpo de acné inmaduro y una paradoja que quiere desmentir la ley de la gravedad. Solo hay un problema: los cuerpos caen al suelo.

El 6 de octubre de 1934 el edificio del CADCI (Centro Autonomista de Dependientes del Comercio y de la Industria), abajo de todo de la Rambla barcelonesa, olía a cuerpos en el aire. Dentro, una treintena de personas atrincheradas. En sus manos la desesperación de contados y magros fusiles y pistolas. Fuera, la ganasa de cañones y ametralladoras del ejército español. Empieza la zaragata. El azar de un hilo de metralla le dibuja con sangre una herida desde el hombro al muslo. Tienen que bajarlo en el sótano. Ya hay otro cuerpo, pero sin alma: Jaume Compte. Lo ponen a su lado. Manuel González Alba muere en un silencio aspirante fatalidad y expirante firmeza. En la madrugada el tercer fallecido: Amadeu Bardina. Una revolución sola, sin ayuda, sin vida. Todos aquellos cuerpos (de varios partidos) que estaban en ese ataúd son una idea clara de Cataluña: nacional y social empegados como imán y magnetita. Son el cadáver que siempre termina en el suelo en esta tierra.

El cuerpo de Manuel González Alba cuenta muchas cosas para entender esta pandemia catalana del balcón acné paradójico. Tiene cuarenta años cuando muere. Casado, cuatro hijos. Encarcelado los días de Prats de Molló con Francesc Macià. Edita la primera traducción al catalán deEl manifiesto comunista. Discípulo de Pompeu Fabra: en un concurso oposición de profesor de catalán, gana ex aequo el número 1 con el escritor Joan Sales. Fundador de Ediciones del Arco de Berà. Hijo de un andaluz y una catalana. Su padre nunca se supo devenir que su único hijo saliera separatista. No se atreve a desheredarle, pero lo hace heredero grabado, una de las mayores pruebas de desconfianza que un padre podía dar a su hijo. Su muerte el 6 de octubre de 1934 no muere. En 1936 un comité anarquista incauta la casa y las tierras de González Alba: deja en la miseria la viuda y los huérfanos. La Cataluña real, nacional y social, sustituida en 1934 y 1936. González Alba doblemente muerto. Y sigue muriendo todos los días.

Cuando hablé con su hijo hace unos años no dejaba de llorar a mi padre. Fue una conversación hecha de todas las lágrimas que no hemos sacado como país concentradas sólo en una persona. Hace 90 años de aquel 6 de octubre de 1934 que cerraba el futuro y abría el pasado (la Fundación Reeixida hace actos por todo el país). De ese día que no está muerto. Miles debates. Mil interpretaciones. Mil de todo. Pero una conclusión: los muertos los ponemos siempre nosotros. Y en ese país hay muertes que cuentan y valen más que otras. Los cuerpos que caen al vacío de la tierra son siempre los mismos y para defender siempre lo mismo.

“Su doble ideal de emancipación obrera y de independencia catalana lo tenía tan arraigado, era tan profundamente puro, lo sentía con una intensidad tan fuerte y desbordante, que otra cosa, por apreciada y por cordial que fuera, quedaba en segundo plano”, escribió alguien para definirlo el día de su muerte. Hoy la primera cosa se le han petado los cañones de la mentira y las ametralladoras de los miserables. La segunda es ya como la herida de González Alba, aspirante, expirante... en silencio. Como todo: vivimos encerrados en el CADCI, que no se ha vuelto todavía a sus legítimos propietarios. El fascismo republicano, franquista, democrático... Todos trabajan y disparan contra lo mismo: matar a los cuerpos y vender los huesos.

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