El canibalismo es un tabú universal: en ningún sitio está bien visto zamparse a un compañero de especie, pero el capitalismo y el enriquecimiento de algunos Homo sapiens no deja de ser una forma de devorar al otro, de consumirlo hasta quitarle todo lo que se le pueda quitar. No sé si Marx lo miró por ahí, pero en mi imaginario la explotación laboral hasta la extenuación, hasta extraer del pobre el tuétano, es una forma de canibalismo. Si no te pagan lo justo, si tu indispensable contribución a la economía no se ve recompensada con una parte proporcional de la riqueza que generas, entonces se te están comiendo vivo, porque cada minuto, cada hora de vida mal pagada, es un pedazo de carne tuya que el dueño se va tragando.
Los niveles de desigualdad que hemos alcanzado en las últimas décadas de ultraliberalismo son difíciles de concebir para la mente acostumbrada a gestionar una economía doméstica normal. Con los dedos de una mano se pueden contar a los que lo poseen casi todo mientras el resto va teniendo cada vez menos. Quienes gastan una fe ciega en el sistema o un síndrome de Estocolmo de pobre os dirán que es por méritos propios que estos pocos señores (porque son todos señores, los que encabezan las listas de los más ricos) hayan llegado a acumular tanta riqueza como el tío del pato Donald. O sea que se lo han currado y tienen un talento único que los hace merecedores de lo que tienen. Si usted no tiene miles de millones es porque no quiere o no se ha esforzado lo suficiente o no tiene lo necesario para llegar a la cúspide. Cualquiera que haya tenido que trabajar para ganarse la vida sabe que esta es la gran mentira de un sistema trucado, con individuos que maman privilegios y ventajas desde pequeños y aprenden a utilizar las trampas de las que dispone la clase dominante en la que han tenido la suerte de nacer. Los hijos de los ricos serán ricos mientras que los hijos de los pobres tendrán que hacer esfuerzos sobrehumanos para vencer los numerosos obstáculos que se encontrarán para elevarse un milímetro del destino que les ha tocado en herencia.
Desde Dickens, en nuestro imaginario está el estereotipo del capitalista malvado sin compasión alguna para los que sufren, de una avaricia tan monstruosa que le quitaría el caramelo a un niño. Tenemos menos presente, en cambio, a aquellos que ni han nacido ricos ni son grandes propietarios y se comportan exactamente como un Scrooge con sus compañeros de clase o los que están un escalón más abajo. El señor X, por ejemplo, ha trabajado toda su vida y ha ahorrado con perseverancia y esfuerzo y, gracias a muchos sacrificios y renuncias, ahora dispone de dos propiedades: el piso en el que vive y otro que alquila para completar su jubilación. En los últimos cinco años ha tenido un inquilino ejemplar que le ha pagado de forma puntual, le ha cuidado la vivienda como si fuera suya, incluso invirtiendo con alguna pequeña reforma. Es un hombre también mayor, y trabajador y ahorrador, pero por lo que sea ha vivido siempre de alquiler. El señor X le comunicó que no le renovaría el contrato porque necesitaba el piso para vivir. El inquilino, con toda la pena de su corazón, tuvo que abandonar la que hasta entonces había sido su casa. Pocos días después de hacer la mudanza y por la inercia que le había quedado de seguir visitando portales inmobiliarios, se topó con un anuncio en el que el piso del señor X volvía a estar para alquilar, entonces a un precio sustancialmente más elevado.
Son grandes propietarios, bancos que van acumulando propiedades de desahuciados y fondo buitre, lo que siempre se denuncia desde las asociaciones que claman por el derecho a la vivienda. Pero también hay infatigables y honrados trabajadores que no tienen escrúpulo alguno cuando se trata de aprovecharse de quienes tienen al lado o justo por debajo. Siempre habrá alguien más necesitado a quien canibalizar.