Me gusta ir a restaurantes para ver comer a la gente sola. Barcelona debe ser una de las ciudades donde hay más personas que comen como palillos derechos, huérfanos en una mesa. Estos locales, sobre todo del Eixample, donde aún como paracaidistas puntuales aterrizan estos seres que parecen venir de una Barcelona antigua: a veces del humo de una revolución industrial, otras de las gafas de sombra franquista, pero también de 'una permanente copa de cava de Juegos del 92. Todos tristes.
Las mesas de estos restaurantes barceloneses son como barquitas salvavidas. Los marineros comensales sólo tienen esto. Una mesa, un plato, un camarero. Algunos comen, beben, cada día lo mismo. Algunos leen el diario, cuentan musarañas o buscan un reflejo de una vida rota en los vasos. Todos los días. Si alguien me preguntara quiénes son los barceloneses diría que son éstos. Tienen edades diversas. Hay mayores, pero también jóvenes. No se conocen pero se reconocen entre sí. Eh, tú eres yo y yo soy tú. Y así ocurre cada mediodía. Cada mes. Cada año. No les gusta que vengan las vacaciones de verano, ni Navidad. Quieren la felicidad, la victoria de cada día. Hoy y ahora.
Marchan y vuelven. Pero también mueren. Los ves día tras día, vestidos de oficinistas, tenderos, vendedores de bagateras, rumiadores de despacho, o adaptados a los tiempos siendo creadores de cosas... pero sólo quieren ir a comer cada día. Éste es su trabajo, su objetivo, su misión. Una ciudad también es esto. Esas personas, esos lugares y esa vida. Humana. Muy humana. Excesivamente humana. Por eso sabe mal.
Un día ya no los verá. Poco queda. Ya no estarán en las barquitas de cada día. Ni él, ni ella. Ni el que siempre hacía, ni la que siempre deshacía. Ni ellos. Ni los restaurantes. Nada. No es que Barcelona muera, es que mueren los barceloneses. Son las personas las que hacen los sitios. Y estas personas van dejando de estar ahí. La pena no es que cierre un restaurante, la pena es que cierren a las personas. Las persianas abajo siempre son una guillotina que decapita a alguien.
Barcelona tiembla de terror silencioso. Parece una de esas bombillas de 20 vatios de posguerra que no termina. Ya es una ciudad ay, ay, ay... Qué sufrir. Que se apaga, a oscuras. No hablemos de las calles, de las avenidas, de las grandes cosas, del todo que vive desmarchado. Hablamos de las casas, de dentro. Aquí es donde están las personas. Quizás los barceloneses ya son habitantes de bunkers, de madrigueras. Conejos de aldea que no salen por miedo al cazador, a la escopeta. La ciudad es un campo, un pedazo, de pim, palmo, pum. Y los niños, los autóctonos, los naturales, tienen pánico de su casa.
Dentro queda el brasero, el calefactor, la estufeta. Ese calor tibio, de huevo al baño maría, de fuera todo es frío menos tú, pero que ya vendrán a despejar la puerta y entrará el cuchillo gélido. Queda lo de dentro, porque lo de fuera ya no es de ellos. Lo que está claro es que, hoy y ahora, y pasado mañana, ya no se construye Catalunya, ni el mundo, desde Barcelona. Los muelles de los restaurantes, los platos oscuros y las sillas vacías sólo son el inicio de esta soledad.