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John Carlos, Tommie Smith y Peter Norman

El puño levantado expresa unidad, fuerza o resistencia. Pero la imagen icónica de los dos atletas afroamericanos Tommie Smith y John Carlos, elevándolo hacia el cielo, cabizbajos, en los Juegos Olímpicos de México de 1968, le ha asociado para siempre a la lucha antirracista; también Nelson Mandela levantó el puño cerrado cuando fue liberado y, paradojas de la vida, ahora se le apropia in extremis Donald Trump.

El podio más famoso de la historia tenía todos los ingredientes para convertirse en mítico. Los dos medallistas negros (oro y bronce) aprovechan el minuto de gloria para mostrar músculo en el momento álgido de la represión racista, con el cadáver de Luther King todavía caliente. Llevan guantes negros, prestados a toda prisa, y van descalzos; signos del orgullo y, al mismo tiempo, de las privaciones de la población negra. El atleta australiano Peter Norman, que hizo plata contra todo pronóstico, mantiene la cabeza derecha y los brazos caídos, pero no es neutral. Lleva encima del corazón, en señal de apoyo, la insignia del Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos (OPHR). "El tercer hombre" no fue el único atleta blanco que secundó la protesta. Paul Hoffman, el capitán del equipo de remo, también les tiende la mano (suyos eran los famosos guantes), aunque no salga en la foto. Un gesto modesto, con valor intrínseco, porque procede de quien no sufre la discriminación en carne propia.

Entre la indiferencia y el activismo hay un universo de posibilidades y una amplia gama de riesgos. Los tres campeones fueron relegados del atletismo profesional y nunca volvieron a competir. También la opinión pública se les echó encima. “Angrier, Nastier, Uglier” ("más furioso, más sucio, más feo") fue la portada del Time, como contrapunto del clásico lema olímpico "Faster, Higher, Stronger" ("más rápido, más alto, más fuerte"). Pero Norman fue, nunca mejor dicho, el blanco de la venganza institucional; porque daba al conflicto una dimensión universal. Sumaba, al clamor del Black Power, el de los aborígenes australianos; muchos no censados, privados por el sistema de cualquier derecho de ciudadanía. Su caso es tristísimo porque murió en el 2006, casi en la indigencia y sin reparación oficial. Ninguna medalla para alguien que, todavía hoy, es récord de la Commonwealth. Si alguien hizo justicia –moral y poética, no civil ni federativa– fueron Carlos y Smith, ya viejos, cargando el féretro del australiano, amigo para siempre, a sus espaldas.

Un caso excepcional, porque el sistema suele ensañarse con los colectivos oprimidos. En Colin Kaepernick –la estrella negra del fútbol americano que en el 2016, inspirado por el Black Lives Matter, se arrodilló mientras sonaba el himno nacional como protesta por la brutalidad policial– que alguien como Trump le tachara de “hijo de puta ”, no le debió golpear mucho. Pero la amenaza con despedirle sí le afectó; nadie se atrevió a fichar a un “antipatriota” y quedó fuera de juego. Entre los apoyos recibidos tiene un valor especial el de Megan Rapinoe, futbolista blanca, lesbiana, famosa por denunciar sin tapujos cualquier discriminación. Varias luchas, cada una con sus siglas, que hacen una sola. No va de autodefensa, sino de justicia social. Sobre el calor de la solidaridad, la adhesión de los otros, le recomiendo la película Pride (Orgullo), un baño de humor y amor contra el prejuicio, de la mano de unos jóvenes LGTB que ayudan a los mineros del norte de Inglaterra aplastados por el thatcherismo.

Desafiar al supremacismo es más efectivo cuando la queja no viene sólo de los márgenes. El deporte es un buen ejemplo porque actúa, al mismo tiempo, como espejo y lupa. Quizás no promueve valores, pero amplifica respuestas. Los escasos partidos de fútbol suspendidos por insultos racistas –como los que sufrió Sarr, portero del Rayo Mahadahonda– no lo han sido por el celo arbitral, en defensa del afectado (que acaba siendo expulsado), sino porque sus compañeros blancos se niegan a continuar. Paradójicamente, cuando una afición tilda de nazi a un jugador que publica fotos exhibiendo parafernalia fascista, como ocurrió a los seguidores del Rayo Vallecano en el 2019, la suspensión es fulminante. El protocolo contra el racismo en el fútbol es blando y aguado, como un helado a medio deshacer, y la práctica de árbitros y clubes no es ni más firme ni consistente. Hemos visto la tibieza en Can Barça con los tuits racistas y machistas de Enric Masip, que ha cerrado la cuenta en X como quien cierra la nevera porque no enfría lo suficiente. Entre la participación o la complicidad y la denuncia comprometida también existe un universo de posibilidades. Hay clubs modestos, como Europa en nuestro país, que se declaran abiertamente antirracistas, antimachistas, antihomófobos y antibulling. Muchos anti que coagulan en una única etiqueta: el antifascismo, la idea radical de que los negros, las mujeres, los gays... son personas.

Es fácil y frecuente cargar de responsabilidades a los colectivos oprimidos. Distinguir entre los buenos negros, como Nico Williams, la excepción que confirma la regla, y los malos negros, no blanqueados por el triunfo o la fortuna; ilegales o sospechosos hasta que no se demuestre lo contrario, como los emigrantes clandestinos que se juegan la piel al grito de “Barça o Barzakh” ("Barcelona o muerte"); entre los buenos negros, como Martin Luther King, y los malos negros, como Malcom X. Líderes legítimos con estrategias confrontadas, pero con un destino común. No está de más recordar que ambos murieron asesinados y los partidarios de uno y otro fueron perseguidos y vilipendiados.

Quizás la distinción debería estar entre los buenos y los malos blancos, porque levantar puños y levantar vallas es incompatible. Quizás quien debería sentirse interpelado sobre si se esfuerza lo suficiente deberían ser los blancos. Quien dice blancos, dice hombres, heterosexuales... Categorías de ventaja que, a menudo, se superponen. Incluyo a los que habitan la tranquila normalidad de las naciones con estado. Como mujer que se expresa en una lengua minorizada, no pierdo la esperanza, "eso con plumas, que se pone sobre el alma", de tontos y poetas. “Alzando los puños puedes percutir la luna”.

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