Musulmana.
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Confieso que tengo el corazón dividido con el fenómeno del joven Lamine Yamal. Por un lado, pienso en todos los chavales de barrios como Rocafonda que se pasan el día persiguiendo un balón, que se organizan para formar equipos informales y disfrutan de la alegría de los deportes. No son pocos los que a través del fútbol canalizan situaciones familiares conflictivas o la angustia que conllevan la precariedad y el desarraigo de sus familias. Salen de casa para ir a jugar pero también para huir. Para los hijos de la inmigración y los hijos de los pobres, que un chico como ellos llegue al nivel más alto del universo futbolístico es una inyección de amor propio y orgullo, una venganza contra un entorno que a menudo les identifica como ajenos, extranjeros, peligrosos y delincuentes. Que el talento, en este caso futbolístico, no discrimine por procedencia ni color de piel y este hecho sea difundido de forma masiva contrarresta las esencializaciones negativas del racismo. Ahora bien, el éxito de los futbolistas que se convierten en estrellas mundiales tiene un reverso contraproducente: que los hijos de los barrios olvidados lo fíen todo al sueño de querer convertirse todos en Lamine Yamal. Al fin y al cabo, aunque venga de Rocafonda y Torreta, el jugador es miembro de una élite ultraminoritaria, un grupo muy reducido de hombres que llegan a la cima y acaban teniendo todo. Lo que esconde el resplandor deslumbrante de su éxito son los miles y miles de niños que forman la base de la pirámide. La mayoría se quedarán por el camino, serán implacablemente descartados por los mismos clubs que ahora sacan pecho de inclusividad. Las familias que sacrifican todos los fines de semana llevando arriba y abajo al hijo futbolista lo saben bien: la carrera es darwinismo puro y los equipos con más renombre tienen de todo menos compasión para los que no sean extraordinarios. El mayor peligro de este espejismo meritocrático es, entonces, fiarlo todo al proyecto de aspirar a ser un Lamine Yamal, que sería como fiarlo todo en ganar la lotería. ¿Por qué deberías esforzarte en los estudios, por ejemplo, si practicando tu deporte favorito puedes llegar a ser millonario? El fútbol se convierte así en un auténtico saboteador de la conciencia de clase, de saber qué lugar real ocupas dentro de la pirámide de la estratificación social.

Lo que también sabe mal del alumbramiento que provoca la cultura dominante del fútbol es que deja a la sombra a todas las Lamine Yamal de los resultados académicos que nunca serán recibidas por multitudes que las ovacionen y, en cambio, están haciendo un esfuerzo titánico para seguir con sus estudios o para llegar a la universidad. Tienen más elementos en contra porque, como los chicos, deben sobreponerse a la pobreza, la precariedad, el desarraigo y la falta de equipamientos, pero además deben batallar contra las dificultades que conlleva su sexo. A veces los problemas los vienen, precisamente, de los aspirantes a estrellas del fútbol que dicen sentirse orgullosos del barrio y se enfrentan al racismo, pero no tienen ningún problema con el machismo. Consideran injusta la discriminación por color de piel pero no la de género. Teniendo en cuenta, además, la misoginia que ha impregnado siempre la cultura del deporte rey, es poco probable que el hecho de que los hijos de barrio asciendan en la escalera deportiva tenga consecuencias positivas para las chicas y niñas. Al fin y al cabo, lo que hacen los Lamine Yamal es triunfar en un universo masculino con un modelo de vida y unos valores que poco tienen que ver con los que impulsan a las chicas que rompen barreras académicas. Aunque nunca desfilen entre multitudes que las veneren, ellas son verdaderas campeonas invisibles y silenciosas y transformarán la sociedad de una forma mucho más profunda que cualquier futbolista.

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