Carles Puigdemont hablando por videoconferencia en el Congreso de Junts.
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El futuro de una Cataluña independiente, ahora mismo y simplificante, está dibujado por dos perspectivas contradictorias. Por un lado, están quienes sostienen que fueron las improvisaciones de las instituciones, con sus cobardías y traiciones, las que hicieron descarrilar el Proceso. Y, por tanto, que cualquier reanudación del desafío independentista pasa, ahora sí, por hacer frente de forma directa al Estado, con la asunción de la violencia que ello comportará. Por otro, están quienes piensan que la única vía posible pasa por las instituciones políticas democráticas, a partir de un apoyo popular que sostenga nuevas mayorías parlamentarias. Sólo así creen que con un gran apoyo democrático interno se podría forzar una respuesta unilateral con el Estado y que facilitara el apoyo internacional suficiente.

De entrada, debo decir que me parece una obviedad que de los congresos de Junts la semana pasada y de ERC dentro de un mes no saldrá ninguna nueva movilización independentista ni ninguna mayoría parlamentaria que desafíe a España – y menos de la resolución del Proceso de Garbí de la CUP–. Lo único que pueden ofrecer, de momento, es un “ir tirando independentista” más bien agónico. Los congresos sirven para redistribuir el poder dentro de los partidos y resolver crisis internas. También, claro, producen discurso de cara al público, pero ahora mismo no existe ninguna retórica independentista de partido que pueda movilizar al ciudadano ni inquietar a España. Y añado, desolado, que pienso lo mismo en relación a la capacidad de las organizaciones civiles.

El reconocimiento de la victoria cívico-política del 1 de octubre de 2017, y de la derrota posterior del Proceso, es el punto de partida de cualquier proyección de futuro, de cualquier “lo volveremos a hacer”. Y es de cómo se hace el análisis de aquellas circunstancias que se derivan las dos lógicas de una hipotética reanudación. Sin embargo, el problema es que no sabemos qué habría pasado si las cosas se hubieran hecho diferente. ¿Habría sido posible estirar en el tiempo la indignación de las movilizaciones del 3 de octubre? ¿Qué habría pasado si el Parlamento y el Govern hubieran mantenido la posición el 10 o el 27 de octubre y hubiéramos visto salir a todos los consejeros y diputados esposados ​​de los respectivos palacios? ¿Y si no se hubiera aceptado la ilegítima convocatoria electoral del 21-D? Y, aún, estamos seguros de que un apoyo político institucional valiente en respuesta a la sentencia condenatoria de octubre de 2019, como el que quería el presidente Quim Torra, y que derivó en la ocupación del aeropuerto, las Marchas por ¿la Libertad o Urquinaona habría acabado doblando al Estado?

Si se piensa que la indignación, la confrontación y la resistencia habrían triunfado, es lógico que se crea que sólo la repetición de un conflicto contundente en la calle podrá vencer la violencia del Estado. Por así decirlo, en la mano no se deben llevar lirios sino piedras, en lugar de no tirar papeles al suelo deben convertirse los contenedores en barricadas, de la ley a la ley hay que pasar por un período de desorden, y sobre todo hay que despertar del sueño. Si, por el contrario, se sospecha que en una sociedad relativamente acomodada como la catalana la aversión al riesgo es suficientemente grande como hacerla retroceder ante las amenazas represivas –como ya ha ocurrido–, si nadie más quiere ir a prisión oa el exilio, si se convierten los indultos en victorias y se confía en una amnistía que a quien ha favorecido ha estado en el represor, entonces –resignadamente o realistamente, que al respecto es lo mismo– se entiende que se apueste por una vía institucional con un hipotético gran apoyo popular pero controlado.

Ahora mismo, y lamentablemente para quienes aspiramos a la independencia del país, ninguna de las dos vías es suficientemente convincente para generar la adhesión necesaria. La vía de un conflicto contundente situado más allá de las urnas no generaría la credibilidad popular necesaria. Pero tampoco entusiasmará a nadie el funambulismo de una estrategia que quiera mantener un discurso radical con una acción política pragmática.

La antinomia que ahora debe resolver un proyecto de una Catalunya independiente es ingente: saber conciliar una voluntad de ruptura firme, arriesgada e incierta con un apoyo mayoritario socialmente moderado. Volver a hacer posible que la iniciativa vaya de abajo a arriba, hasta que el arriba (las instituciones democráticas) acompañe al bajo (la movilización popular). Volver a conciliar el proyecto de dignidad nacional con el de la prosperidad social. Y, por experiencia, sospecho que esto sólo ocurrirá cuando nadie lo espere.

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