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Oriol Junqueras y Carles Puigdemont se encaminan hacia el pleno del Parlament, el 10 de octubre de 2017.

La negociación de la amnistía es también la batalla por el proceso de mitificación de Carles Puigdemont. Consecuentemente, se multiplican las críticas para impedirlo, invocando significantes vacíos como por ejemplo realpolitik o antipolítica. El debate entre el lado racional y el lado irracional de la política es eterno y universal, pero en Catalunya es especialmente tramposo porque somos una nación sin estado. Compitiendo por gobernar un Parlamento sin soberanía normal, los políticos catalanes no tienen más remedio que ser políticos y activistas al mismo tiempo, y su éxito depende mucho más del capital moral que de las oscilaciones de la inflación. No se vota a quien ha hecho mejores políticas públicas, sino a quien tiene suficiente credibilidad como para dar a entender que sería capaz de convocar a las fuerzas del país para ir más allá de la política normal.

Y, claro, la amnistía puede normalizarlo todo o convertirse en la base de una nueva épica. Quizás la mejor manera de pensarlo es compararla con los indultos. El caso de Oriol Junqueras es una de las desmitificaciones más crudas y aceleradas que se han visto en el país últimamente. Un político que fue a prisión y proyectaba capacidad de sacrificio abnegado en nombre de una causa, no solo ha perdido cientos de miles de votos, sino que se ha convertido en una de las figuras más abucheadas en las manifestaciones independentistas. Esto es justamente lo que el PSOE quiere (y calcula) que le pase a Puigdemont, y una de las razones por las que no le tiene tanto miedo a la amnistía, que bien podría convertirse en un boomerang como los indultos. ¿Y no tienen razones para pensarlo? Hace tiempo que todo el mundo repite que las estrategias de ERC y Junts son idénticas en la práctica y solo existen diferencias retóricas. ¿Es, pues, una simple cuestión de carisma, narrativa, mejores o peores aparatos de propaganda?

Cuando trato de entender la psicología moral del Procés, esta especie de añadidos inefables de los que dependen tantas cosas, suelo ir a las teorías de la desobediencia civil de Gene Sharp, un nombre muy importante para el activismo de las últimas décadas. No solo porque ilumina mucho las cosas, sino porque sabemos a ciencia cierta que la gente en la cocina del Procés lo han estudiado a conciencia: durante el discurso del Once de Septiembre de 2019, Quim Torra dejó sobre la mesa, bien visible, un libro de los herederos de Sharp (Manual de desobediencia civil, Saldonar), y Ho tornarem a fer (Ara Llibres), el manifiesto que Jordi Cuixart escribió en prisión, está prologado por la presidenta de la Albert Einstein Institution, una ONG fundada por Sharp.

El concepto clave es “jui-jitsu político”, la metáfora de un arte marcial que utiliza la fuerza del enemigo en su contra. La idea es que, para ganar a militantes para tu causa, debes llamar la atención sobre el problema, tensar la situación hasta que el poder establecido te castigue y, si resistes sin violencia, la fuerza represora del régimen se girará en forma de empatía por los represaliados. Conocido como “el Maquiavelo de la no-violencia”, la clave de Sharp es el llamado “giro estratégico en el activismo”, que propone adoptar estas tácticas simplemente para que funcionen, sin necesidad de postular ninguna superioridad moral o convicción religiosa a la base de la táctica.

Pero todo tiene un límite: si la actuación del grupo que quiere cambiar las cosas es percibida por el público como causa por la que se ha hecho un sacrificio genuino, la credibilidad y la admiración aumentan; mientras que, si la estrategia de manipulación emocional se hace demasiado evidente y comienzan a mezclarse motivaciones políticas o económicas, se desencadena un gran rechazo. A grandes rasgos, yo diría que en los últimos años Esquerra Republicana ha desvelado la naturaleza meramente estratégica con la que se planificó el Procés mucho más descarnadamente y deprisa que Junts per Catalunya. Pienso en una respuesta de Oriol Junqueras a preguntas de Vicent Sanchis en prime time de TV3: “Quien cuestione lo que hemos hecho hasta ahora que venga y se pase 3 años en prisión”. Si explicitas la lógica maquiavélica de lo que debería ser visto como una convicción, el hechizo que buscabas se deshace. Mientras, Puigdemont se ha envuelto en un manto de misterio con conceptos inefables como “confrontación inteligente”, y ha utilizado la ambigüedad para evitar que el aura moral de su exilio acabe reducida a la mera estrategia.

Con la amnistía, Puigdemont podría sacar del banco todos los ingresos morales que ha acumulado y utilizarlos para ganar elecciones. También podría ocurrir que, a los cuatro días de hacer política dentro de los marcos autonómicos, el lustre desaparezca. Si pensamos en el hombre que más tiempo ha gobernado Catalunya, Jordi Pujol, vemos cómo los sacrificios personales, como la estancia en prisión por protestar contra el franquismo, sirvieron de superávit moral para hacer políticas perfectamente convencionales durante décadas; y es inevitable ver tanto en Junqueras como en Puigdemont un cierto intento por reeditar la jugada moral del pujolismo.

La incapacidad del independentismo de renovar liderazgos pese al fracaso en los objetivos tiene que ver con la convicción de que la represión de España durante el Procés ofrece un capital moral tan grande que no debería desaprovecharse para hacer política, y que quienes la sufrieron en primera persona siempre tendrán una ventaja para utilizarlo comparados con caras nuevas. Pero, para mojarme, creo que los incumplimientos que han hecho y las eses que han dado todos los actores de aquella época han dañado irreversiblemente su capacidad para aprovechar la gasolina histórica, y ha llegado la hora de despegar el capital moral que contienen aquellos años de las figuras que lo dirigieron.

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