Los tatuajes de Kamala Harris

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Kamala Harris en un encuentro con atletas universitarios en la Casa Blanca el 22 de julio.

Contarse a sí misma. Esta ha sido una de las mayores dificultades de Kamala Harris durante su vicepresidencia. Proyectada sobre su imagen, otra imagen: la que quieran ver quienes la observan. Juego de máscaras y muñecas rusas. O, quizás, de nuevo, un cuerpo de mujer como vasija, receptáculo de sueños y temores ajenos. 

Para algunos, Kamala Harris ha sido una decepción. Un fichaje, intachable sobre el papel, que no logró despegar durante el mandato. Para otros, y atendiendo al giro de guion de las últimas semanas, se ha convertido en una promesa. Hay quienes la ven como un símbolo del orden, un centro moderado capaz de atemperar el clima político y poner límites al derroche de bilis. También hay quienes van más allá, y confían en que su candidatura trace un gesto de justicia social, o, cuando menos, de justicia poética: una mujer negra en la casa más blanca. Otros ven en ella, simplemente, un antídoto, la única oportunidad de quitar a Donald Trump de en medio. La “fiscal heroica”, de ascendencia jamaicana e india, contra el “villano convicto”.

Podría interpretarse como una lucha de superficies, combate de fórmula fácil: mujer negra vs. hombre blanco. Pero, por debajo de la política identitaria, por debajo del culto a la representación y a los personalismos, por debajo, incluso, de la imagen, está el cuerpo. 

Todos los cuerpos están escritos con historias. Tatuajes o heridas o palabras. El cuerpo de Kamala Harris, ese que a menudo sirve de fachada para proyectar lo que otros querríamos ver en ella, pero también ese que ocupa un espacio sin necesidad de hablar y le da un significado concreto (qué blanca es de pronto la Casa Blanca, qué hombres se ven, de pronto, los hombres del presidente), es un cuerpo marcado por la memoria negra. 

“Soy la ultratumba de la esclavitud”, escribe la ensayista afroamericana Saidiya Hartman. Usa el término afterlife, que yo traduzco como ultratumba, pero que podría entenderse como: soy lo que queda más allá de la muerte, soy lo que la esclavitud no pudo borrar, soy lo que sobrevivió, pero soy, también, lo que no permaneció intacto; un pie en la vida, otro en la memoria.

El legado de los derechos civiles, del feminismo negro y del duelo como lenguaje político atraviesa a Kamala Harris. Ella puede honrarlo o ignorarlo, pero no puede evitar cargarlo a cuestas. Kamala Harris es Kamala Harris, su cuerpo es su cuerpo, su imagen es de ella, pero Kamala Harris también es parte de una historia compartida, su cuerpo también es un catalizador de recuerdos, su imagen, una matriz de la imaginación, capaz de despertar en otros, en otras –quienes la miran– esperanzas que trascienden su capacidad individual como política.

Hace tres años que Harris vive en su residencia oficial: una mansión victoriana ubicada en una propiedad de casi 30 hectáreas. Desde 1977, ha albergado a todos los vicepresidentes de Estados Unidos. La finca es tranquila y verde y segura y, también, es el lugar donde vivieron esclavizados 34 hombres y mujeres, antes de que la ley los emancipara en 1862. La propiedad se llamaba, sin ironía, Pretty Prospects (Perspectivas Bonitas).

Harris convive con excavaciones arqueológicas, con fantasmas de un pasado que no le es ajeno, con obras de artistas negras que decoran la casa. Al llegar, cambió las pinturas de paisajes que le ofrecía el museo Smithsonian por fotografías de Carrie Mae Weems, cuya obra incluye trabajos como From Here I Saw What Happened And I Cried (Desde aquí vi lo que ocurrió y lloré), una reflexión sobre los estragos psicológicos de la esclavitud. Un triángulo extraño –el pasado de los yacimientos, el presente de la vicepresidenta, la ficción de las artistas– se conjuga en Pretty Prospects. Si los muertos, las muertas volvieran a la vida y camparan a sus anchas por este hogar de contradicción, tal vez hallarían más motivos para la esperanza que para la flaqueza.

Kamala Harris puede ganar. Puede movilizar a una mayoría apelando a la ley y a la legitimidad institucional. Es decir: al sistema. Paradójico, pues encarna el sufrimiento y la explotación que apuntalaron, en su origen, este mismo sistema que ahora pretende liderar –¿cambiar?–. En esta campaña hay más preguntas que respuestas. Paradojas, contradicciones, decepciones y promesas. Entre ellas, ojalá pueda vislumbrarse algo de luz. Una claridad que permanezca: que, al contarse a sí misma, Harris recuerde las vidas de otras, que enhebre su verdad en una historia más larga. Que sus decisiones reflejen el legado del que no puede desprenderse.

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