Una madre con su bebé en brazos, en una imagen de archivo.
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Hemos impugnado el amor romántico en todas sus formas salvo en su versión más abnegada, incondicional y servil: el amor de madre. A las madres, cuando tenemos hijos, nos agarra una necesidad feroz de cuidar a nuestros niños. Después de haber parido a dos seres humanos en dos etapas distintas de mi vida, a estas alturas todavía no sé descomponer todo lo que he oído ni analizar objetivamente mi comportamiento maternal. Recuerdo salir de casa un par de días después de haber regresado del hospital y estar al acecho de una manera casi salvaje frente a todos los elementos que detectaba como hostiles y peligrosos para ese cuerpo pequeño y frágil que necesitaba de mí para seguir sobreviviendo, como si todavía lo llevara dentro de mí. Los libros sobre embarazos y partos me hablaban de la oxitocina, la hormona del amor. Las feministas me explicaban que lo del instinto maternal es un invento para seguir asociando a mujeres y naturaleza y así hacer invisibles las estructuras culturales del patriarcado. Evolutivamente hablando, tendría sentido que los seres humanos estemos dotados de mecanismos de protección de nuestros cachorros, dado que hasta los dos años no pueden hacer prácticamente nada por su cuenta y no podrían sobrevivir, pero no creo que esto conlleve por sí mismo ni que el cuidado sea cosa exclusiva de las madres (y los padres se desentiendan cómodamente de todas aquellas tareas para las que no se necesita cuerpo de mujer, como la de amamantar), ni que las facultades de la reproducción nos condenen a cuidar a todo el mundo toda la vida. Por lo que respecta al terreno de las emociones, las madres no somos bloques sólidos inamovibles y lo normal es que nuestros sentimientos vayan cambiando con el tiempo. No amamos de la misma manera a un bebé que a un adolescente o a un hombre adulto, el vínculo profundo está ahí porque las madres somos el testimonio más cercano a los inicios de la vida de cualquiera, pero los hijos, si todo va bien, crecen, se desarrollan, se transforman y se convierten en personas autónomas que piensan y actúan por sí mismas. Su proceso de individuación, aunque a menudo nos provoque inquietudes o extrañeza, no es más que la constatación de que hemos hecho lo que teníamos que hacer como madres. Por eso es tan absurdo que se nos siga exigiendo un amor absoluto sin límites, un amor inhumano que se sobrepone a todas las circunstancias, a todos los elementos que pueden jugar en contra. Pensaba en las madres a las que se pide ser siempre fieles amantes de sus hijos, cuando este verano los medios hablaban de dos que se han hecho famosas a su pesar: la del asesino confeso Daniel Sancho y la de Rubiales. Por todas partes oíamos el mismo comentario: es que una madre es una madre. Como si el vínculo biológico diera carta libre a los hombres respecto a sus progenitoras, como si el hecho de haberlos parido comportara un amor perpetuo a prueba de bombas. Por esta idea tan romántica de la estimación de las madres hacia los hijos hay muchas que callan situaciones de maltrato y desprecio intolerables si se tratara de una relación de pareja. Es un tabú que todavía no nos hemos atrevido a romper porque las madres hemos sido muy bien aleccionadas. Desde la cultura tradicional nos han puesto modelos imposibles (que incluso renuncian a la parte más divertida de la concepción para que la de Dios sea inmaculada), la psicología barata que ve traumas infantiles en las situaciones cotidianas más normales nos ha cargado de culpa y las historias azucaradas de maternidades místicas e idealizadas nos han convertido a todas en las peores madres del mundo. La decepción, las desavenencias, la dureza de algunas etapas, la agrura de haberlo dado todo sin recibir nada a cambio son las historias cargadas de vergüenza que callan muchas madres porque se ve que haberte reproducido te obliga a amar a un hijo incluso si es un asesino o un impresentable.

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