Para afrontar un problema lo primero es mirarlo a los ojos: la lengua catalana se encuentra en el peor escenario demográfico de la historia. Según las encuestas oficiales, sólo un 30% de la población de Cataluña la tiene como lengua inicial, y sólo un 36% la utiliza como lengua habitual en la vida diaria. Las posibilidades de que estos tristes porcentajes mejoren a través de la transmisión familiar son nulas, porque ya hace años que la natalidad ha tocado fondo, especialmente entre la población autóctona. Si el futuro del catalán debe basarse en la natalidad y la transmisión familiar, el catalán simplemente no tiene futuro. Como comunidad lingüística, sólo podemos reproducirnos y crecer a través de nuevos hablantes procedentes de la inmigración. Son habas contadas. Después hablaremos de ello.

La minorización evidente de la lengua en la calle, especialmente en Barcelona y el área metropolitana –donde los porcentajes son aún peores que los mencionados–, provoca ansiedad a muchos hablantes. La situación lleva muchos años preocupando, pero la ansiedad se manifiesta ahora porque la expectativa de la independencia a corto plazo se ha frustrado y el futuro nacional se ve negro. Todo lo que durante los años del Proceso era ilusión y optimismo, ahora es frustración y pesimismo. El estado propio debía ser el bálsamo de Fierabrás de Don Quijote: la medicina que debía curar todas las heridas, también la lingüística. Se pusieron todas las fichas en la casilla de la independencia y se perdió, y es así como han aparecido la ansiedad y la angustia: miedo a desaparecer o, en el mejor de los casos, a convertirse definitivamente en una minoría lingüística no dentro de España, sino dentro de Cataluña. El último CEO lo ha certificado esta semana: el 40% de los catalanes cree que la lengua está amenazada y podría desaparecer.

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Cualquier intervención urgente pasa por Barcelona. Sociolingüistas e historiadores explican que si el catalán ha llegado como lengua viva en el siglo XXI se debe a que ha dispuesto de una gran capital. Si el catalán se hubiera perdido en Barcelona, ​​la lengua habría entrado en un proceso de ruralización que le habría impedido dar el salto a la modernidad e incorporarse a los cambios sociales y tecnológicos. El catalán es hoy una lengua apta para cualquier uso imaginable porque nunca ha dejado de ser una lengua urbana. Barcelona, ​​por tanto, ha sido la pared maestra del catalán, y esto ahora está en peligro no sólo por factores demográficos, sino urbanísticos y de modelo productivo. La gentrificación galopante expulsa a la población tradicional de los barrios, y por tanto expulsa también la lengua. Marchan barceloneses y llegan expados de alto poder adquisitivo y turistas que ocupan pisos que debían ser para nuestros hijos. El control de los precios de la vivienda es hoy una política lingüística estratégica.

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Decíamos al empezar que sólo a través de nuevos hablantes procedentes de la inmigración el catalán podrá mantener las constantes vitales. Efectivamente, si los catalanohablantes no tienen hijos, los hablantes del futuro sólo pueden ser de origen magrebí, paquistaní y latinoamericano. Si la xenofobia es inmoral como principio general, en el caso de Catalunya es, además, antipatriótica, porque la inmigración es la única fuente disponible de nuevos hablantes y, por tanto, la única estrategia posible de supervivencia lingüística. Y aquí el catalanismo tiene un reto crucial: convertir la ansiedad lingüística en energía positiva y reto colectivo integrador, impidiendo que se derive en repliegue identitario y rechazo a la inmigración. Hay que hacer entender que Mohamed, Nuur y Gladys no son los verdugos de la lengua, sino sus potenciales salvadores. Y obviamente, actuar en consecuencia.

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¿Qué significa actuar en consecuencia? Lo cierto es que primero por desidia (¿quién y por qué cerró el canal Super3?) y después por cálculo estratégico (el sprint hacia la independencia aconsejaba aparcar el conflicto lingüístico en busca de grandes mayorías sociales), la política lingüística debe llevado el piloto automático puesto durante muchos años. Es hora de volver a poner la lengua en el centro de la política catalanista, y de hacerlo con recursos económicos y sentido estratégico. En la escuela, con aulas de acogida, planes de entorno y formación y recursos para unos maestros desbordados por la diversidad lingüística de las aulas en docenas de escuelas e institutos del país; fuera de la escuela, haciendo lo necesario para que todo el mundo que quiera aprender catalán pueda hacerlo gratuitamente y en horarios compatibles con el trabajo; a las empresas, haciendo cumplir la ley que les obliga a la disponibilidad lingüística de cara al consumidor; en las redes sociales y el mundo audiovisual, multiplicando los esfuerzos de la CCMA con tanto dinero como sea necesario; y en Barcelona, ​​deteniendo y revirtiendo la gentrificación que está convirtiendo el centro de la ciudad en un erial lingüístico.

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Éste no es un artículo pesimista. Los pesimistas sólo contemplan la derrota. En materia de lengua, la remontada es posible. Pero ya no se puede fiar a la consecución de la mejor herramienta, que es el estado, porque la intervención que hace falta es urgente y el estado propio no sabemos cuándo lo tendremos, si llegamos a tenerlo. Las herramientas disponibles hoy son el autogobierno y la movilización de la sociedad civil. Con esto y poco más, nos toca demostrar que queremos una lengua viva por mil años más.