No es demasiado alto, ni demasiado bajo, ni demasiado gordo, ni demasiado delgado, es el oso del cuento templado. Lo que no quiere la sopa ni fría, ni caliente, la silla, ni dura, ni blanda. Ya se puede entender que es de aquellos que, para utilizar la expresión televisiva, “se cuida”. Como calvo, se rapa (se hace rapar) los cuatro pelos de la cabeza y de la barba, de color blanco. Lleva un pantalón vaquero, limpísimo, y unos zapatos de deporte, a los que ya se ve que ha pasado un trapo con alcohol, debido a las manchas. La camisa es de cuadros, no necesita americana. En el brazo derecho, le cuelga la chaqueta, plegada con cuidado. En el hombro izquierdo, una mochila, también limpia, con muchos compartimentos cerrados (imagino que) llenos de linternas, brújulas, libretas.
Lo tenemos, sentado, en el tren de Sarrià, yendo, quizá, a casa. Es jubilado, ya se entiende. La hora y la actitud nos indican que no, que no va al trabajo. No se ha atrevido a poner la mochila –como decíamos, limpia– en el suelo. Lo acoge entre las piernas, secaludas. Me lo miro. Entra una señora en el vagón. Enseguida se levanta, se dirige a la señora y hace: “¿Quiere sentarse?”. La señora acepta, muy agradecida. Sentarte en el tren, cuando te quedan 14 paradas, es un regalo de los Dioses. Qué señor tan gentil. Y el señor, de hecho, se sienta en la silla de al lado, que ha quedado libre.
Entro yo en el tren. El señor, dispuesto, me pregunta si quiero sentarme. “¡No!”, barboteo. Y añado: “¡Pero si usted y yo tenemos la misma edad, más o menos!”. Y entonces sonríe, pícaro, y me dice: “Claro, señorita. Yo dejo sentar a los demás para evitar el horror que supone que me dejen sentar a mí”. Y al cabo de un rato, deseoso, le dice a un hombre: “¡Sea, siga!”. Y el hombre, más joven, acepta.