En las armas, ciudadanos

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Macron entrenándose.

Macron se ha hecho retratar golpeando un saco de boxeo en el gimnasio en un “yo también tengo bíceps, Vladímir”. Qué época, la Guerra Fría, cuando los presidentes no jugaban a ser Sylvester Stallone. No como ahora, que parece que hay días en los que no hay nadie al volante y que vayamos de bajada y sin frenos a cumplir alegremente con el precepto de que no puede haber generación alguna que no haya conocido la guerra.

En realidad, aquellas décadas, frías no fueron nada. Estados Unidos y la Unión Soviética se hicieron la guerra en todos los continentes. Europa oriental vivió estrangulada bajo la dictadura comunista, y aquí vivíamos en un régimen fascista que cuando se giró la tortilla para Hitler y Mussolini vio claro que el último cartucho que le quedaba era presentarse como el mejor aliado anticomunista, disponible para bases militares. Y así logró que hasta tres presidentes estadounidenses fueran Madrid a saludar al Generalísimo. La democracia era entonces un bien escaso.

Ahora hemos vuelto a la Guerra Fría con Rusia, fiándolo todo a la destrucción mutua garantizada, mientras el mundo occidental se pregunta qué quiere Putin. Es la misma pregunta que Washington se hizo con Stalin. Un joven funcionario de la embajada americana en Moscú, George Kennan, la contestó en 1946: los objetivos de Stalin eran, por ese orden, su seguridad personal, la de su régimen, la de su país y la de su ideología. Debía tratar al mundo como una fuerza hostil, porque era la única manera de mantener un gobierno que se sostenía a base de crueldades y sacrificios. Stalin quería que ninguna acción interna amenazara su régimen personal y que ninguna acción externa amenazara a su país. Hay párrafos de la historia que se repiten. Ahora todo el mundo se siente amenazado por el otro y dice que no fue él quien empezó las amenazas. Y por eso vamos de cabeza a rearmarnos.

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