España tiene un déficit de casi 8.000 millones de euros en la conservación de las carreteras estatales, una deuda pública del 120% del PIB, y la necesidad de que los fondos europeos del Next Generation se activen lo antes posible. Esto ha hecho que, en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia enviado a Bruselas se haya incluido la propuesta de implantar un “mecanismo de pago” para hacer uso de la red de alta capacidad, es decir, de autopistas y autovías, a partir de 2024. No nos tiene que sorprender que esta medida haya generado un gran rechazo. Transportistas, asociaciones de conductores e incluso Unidas Podemos se han mostrado en contra. Pero, por otro lado, recuerdo que mi abuelo preguntaba por qué tenía que pagar él los aeropuertos si nunca cogería un avión. Algo similar pasa con las carreteras: ¿hace falta que las paguemos entre todos cuando solo algunos las utilizan?
Ahora mismo las autopistas y autovías españolas se financian a través de los presupuestos generales del Estado, es decir, las mantenemos con impuestos. Ya en 2012, en las medidas propuestas para salir de la Gran Recesión, el ministerio de Fomento habló de un peaje para financiar el alto coste de las autovías. Se trataba, como la propuesta actual, de hacer que los conductores financiaran de forma directa el sostenimiento de la red viaria. Idealmente, el precio dependería del uso que se hiciera de la carretera, por lo cual tendría que variar no solo según el número de kilómetros, sino también según el tipo de vehículo.
Usar las carreteras las desgasta, por lo cual tiene sentido que paguen el mantenimiento aquellos que las usan. Pero no solo esto. Circular por la red viaria también genera congestiones, accidentes y una gran contaminación, provocando enfermedades y un empeoramiento del cambio climático. Y esto no es solo para los conductores, sino para toda la población. Es lo que los economistas denominamos una externalidad negativa, y que puede solucionarse con un impuesto. La idea es que los conductores interioricen todos los costes de la circulación, desde desgastar las carreteras hasta provocar más polución, y que, en consecuencia, conduzcan menos.
Pensar que el objetivo del gobierno con los peajes es luchar contra el cambio climático y los problemas de salud asociados es sin duda pecar de inocencia, puesto que, fundamentalmente, lo que se busca es recaudar dinero. Pero internalizar el coste del uso de las carreteras sería un beneficio colateral muy positivo del aumento de los ingresos fiscales. El problema está en cómo implementar esta medida. Si el coste de instalación y del control de los vehículos que pasan por una carretera es muy alto, el objetivo recaudatorio se puede llegar a poner en entredicho. Y montar un modelo de peajes en todas las autovías estatales no es trabajo de un día. Un ejemplo interesante es el portugués, único en Europa, donde un sistema electrónico lee la matrículas con cámaras y se factura directamente al conductor. Otro es el modelo de viñetas, existente en Suiza o Austria, donde los usuarios de las autovías pagan una cantidad fija anual, pero este sistema no permite que paguen más los que más utilizan las carreteras.
No olvidemos tampoco que controlar el tránsito ajustando el precio (por ejemplo, con un peaje) puede generar distorsiones. En principio, queremos que un sistema de peajes desincentive el uso general de las carreteras para el transporte de mercancías, a favor, por ejemplo, del tren, que tiene una de las cuotas de mercado más bajas de Europa. Pero, en la práctica, si los camiones dejan las autovías por carreteras secundarias no sujetas al impuesto, no conseguiremos los objetivos de recaudación ni el de internalizar la externalidad. Una alternativa es subir el impuesto de hidrocarburos a la gasolina y al diésel, de los más bajos de Europa, a pesar de que también es bastante impopular.
En definitiva, y desde un punto de vista económico y ecológico, gravar la circulación por la red viaria tiene sentido. Pero, desde un punto de vista político, la introducción de impuestos al transporte dentro de un territorio puede agravar sentimientos de rechazo hacia la élite política de la metrópoli, como vimos en Francia con la revuelta de los chalecos amarillos contra el presidente Macron o como a menudo vemos en América Latina. Esta tensión entre la racionalidad económica y la política es de difícil resolución, sobre todo en tiempo de crisis. Los políticos quieren recaudar impuestos, pero sobre todo quieren recaudar votos.
Elena Costas es economista y cofundadora de KSNet