La conmemoración de los veinte años de la masacre del 11-M en Madrid ha removido heridas y ha devuelto a primera línea informativa uno de los episodios más turbios, perturbadores y literalmente y metafóricamente sangrientos de la democracia española. Ante una pesadilla con casi doscientos muertos que significaba el mayor atentado terrorista que haya sufrido nunca España, al gobierno solo le preocupaban las elecciones que tenían que celebrarse a los tres días. Y para tratar de salvarlas, el gobierno no dudó en mentir, en inducir a los medios de comunicación para que mentieran (algunos; a otros no hacía falta inducirlos porque ya mentían con agrado) y en llevar a la ciudadanía a un estado de crispación y enfrentamiento civil extremo.
Todo esto es lo que se ha recordado, con detalle, estos días. Sin embargo, Aznar persiste en defender la llamada teoría de la conspiración desde su atalaya de poder (esta fundación FAES que ya desde las siglas sugiere su filiación ideológica y sobre la que reina la opacidad más espesa y protectora). Aznar, por otra parte, sigue mandando mucho, y directamente, dentro del PP, por lo que el partido se ha limitado a hacerse el sueco durante estos días, y a emitir comunicados parcos en palabras que lamentan lo que, ahora sí, describen como “atentado islamista” (aunque sería más exacto hablar de yihadismo, pero para ellos todo es lo mismo). En las redes sociales, los discursos de odio más putrefactos han vuelto a correr estos días contra las víctimas del 11-M, sin faltar los insultos más aberrantes contra las izquierdas, los catalanes, y determinados personajes: Zapatero, Sánchez, y un repertorio variado de políticos independentistas que ha ido de Carod-Rovira hasta Puigdemont, pasando por Mas o Junqueras.
Lo más temible, dos décadas después, es que Aznar mantenga la teoría de la conspiración no porque haya perdido el contacto con la realidad, sino porque sigue vigente. La negación de la evidencia de la autoría de Al Qaeda, y la insistencia en atribuir el atentado a ETA, toma sentido en un contexto en el que el Tribunal Supremo no duda en atribuir delitos de terrorismo a Puigdemont o a Marta Rovira, o en el que un juez se permite atribuir a una protesta ciudadana la autoría de la muerte de alguien que sufrió un infarto, por poner solo dos ejemplos. Cuando Aznar y su gobierno hicieron lo que hicieron ya sabían que contaban con la connivencia de una justicia, unos cuerpos y fuerzas de seguridad y unos medios de comunicación parciales, que les darían cobertura en su mentira y les permitirían mantenerla como relato. Es lo que tardaría todavía unos años en hacer Trump a nivel americano, es decir, global. Pero el propio mecanismo ya había sido ensayado en la España que iba bien de Aznar.
Como aquí somos de la broma, hemos reducido a menudo la figura de Aznar a la de un villano de opereta. A él ya le va bien, y parece que incluso se divierte. Pero su visión dislocada e iliberal de la realidad es la dominante dentro del Partido Popular, y por tanto, condiciona –sigue condicionando– toda la política española.