

Este titular, algo distópico, podría ser una realidad antes de lo que pensamos, si nos fijamos en la velocidad con la que los populismos de extrema derecha van impregnando a los miembros de la Unión Europea. Abriremos los ojos un 30 de enero de 2033 y nos daremos cuenta de que, cien años después, se está instalando en Bruselas una versión 2.0 de la Machtergreifung que llevó a Adolf Hitler al poder, con la paradoja de que podríamos tener que jugarlo todo a la ampliación al Este para sumar nueva sangre azul, europeísta, y salvar, así, el proyecto integrador y pacifista de Jean Monnet.
En menos de dos legislaturas, o mucho antes si el partido de Alice Weidel (Alternativa para Alemania) se impone a las elecciones avanzadas del 23-F, la mayoría de los fundadores de la comunidad europea, Alemania, Bélgica, Francia, Italia y Países Bajos, podrían estar controlados por la extrema derecha antieuropea. Un giro radical en sólo siete décadas, inimaginable al terminar la II Guerra Mundial y la costosa derrota del nazismo y, menos aún, treinta años después de la caída del Muro, el fin de la Guerra Fría, la desintegración de la Unión Soviética y el genocidio en los Balcanes.
Defender la libertad, la democracia y los derechos humanos ha costado mucha sangre, sacrificios, renuncias y consensos, y ha puesto a prueba una compleja integración, con siete ampliaciones y un Brexit, para la seguridad de 450 millones de europeos en 27 países. Pero nunca habían pasado más de 10 años entre una ampliación y la siguiente. El freno ha coincidido con el auge de los extremismos, negacionismos, soberanismos, aislacionismos y supremacismos. Pero en lugar de comprar la agenda de la extrema derecha, en la UE deberíamos acelerar el final de las obras, reforzar los andamios y fumigar la carcoma que se nos está comiendo por dentro.
Desde el acceso de Croacia, en el 2013, una decena de países de la sala de espera han ido recibiendo alargos de Bruselas, hasta la invasión rusa de Ucrania. Son los seis países de los Balcanes Occidentales: Albania, Bosnia y Herzegovina, Kosovo, Macedonia del Norte, Montenegro y Serbia; además de Georgia, Moldavia, la eterna y controvertida candidata Turquía, y la propia Ucrania. ¿Se puede permitir la UE un agujero negro en el heartland del Continente –como definía esta región el padre de la geoestrategia Sir Halford John Mackinder– o quizás valdría la pena incorporar más de 180 millones de almas (un tercio más), que todavía creen en la bandera azul de las doce estrellas doradas como ¿la única esperanza de supervivencia?
De su terquedad europeísta son testigo reciente las multitudinarias manifestaciones diarias en Tiflis contra la decisión del gobierno de aplazar cuatro años las negociaciones de adhesión; la estrecha victoria de los proeuropeos (50,38%) en el referéndum constitucional de octubre en Moldavia, tras una fuerte injerencia rusa; la batalla de la coalición proeuropea por anular las presidenciales en Rumanía a raíz de la controvertida victoria del candidato del Kremlin, el ultra Calin Georgescu; las masivas protestas en Belgrado contra el autoritarismo del presidente Aleksandar Vučić; el voto de castigo a Zagreb contra el candidato presidencial del premier Andrej Plenković, demasiado escorado a la derecha; y el inusual consenso institucional en Sarajevo para acelerar las reformas.
El enemigo, los de la coalición del ismo más básico, el ultraegoísmo, es poderoso, tiene recursos ilimitados, no conoce reglas y ya ha fichado a varios líderes europeos, desde Viktor Orbán a Hungría hasta Giorgia Meloni en Italia, pasando por Nigel Farage en Reino Unido, Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en los Países Bajos, Robert Fico en Eslovaquia o Milorad Dodik en la entidad serbia de Bosnia. Todos ellos, de la mano de los gurús libertarios Steve Bannon y Elon Musk, se ven sentados en el club de los Trump, Putin, Xi Jinping, Milei, Erdogan, Modi, Bin Salman y Netanyahu. El siguiente objetivo son Herbert Kickl en Austria y Weidel en Alemania.
El anhelo de la región para adherirse a Europa es salvable, salvo que los Criterios de Copenhague se conviertan en una losa demasiado difícil de soportar. ¿Podemos exigir a los recién llegados una pulcritud con estos criterios cuando la democracia, los derechos humanos y el bienestar social están amenazados en los propios países fundadores?
El asalto de la ultraderecha a los principales Parlamentos y cancillerías europeos, así como al Leopoldruimte (complejo del Parlamento Europeo en Bruselas), está en marcha, sin embargo, a diferencia de cómo utilizó Hitler el concepto de espacio vital, esta vez el este de Europa puede convertirse en el lebensraum desde donde la Unión Europea se rescate a sí misma.
El Síndrome 1933, analizado por Sigmund Ginzberg, no es casual. Éste déjà-vu de los discursos fascistas se reproduce, un siglo después, cuando no queda prácticamente ninguna memoria viva del Holocausto y sólo encontramos referencias a los libros de historia que los nuevos votantes de extrema derecha no quieren, ni pueden, leer en las redes. En cambio, en los Balcanes o en Ucrania, las generaciones que están llegando al poder tienen muy claras y frescas todavía las consecuencias nefastas de los discursos de odio.