–Hello, mi nombre es Jordi and I have a question. He visto que en su hotel se admiten mascotas, ¿verdad? Pet friendly, dice en la web.
–Yes –respondió solícitamente un recepcionista irlandés al otro lado del teléfono.
–Pues wellmire, seremos dos adultos, dos niñas, dos perras y unas 300 ovejas. Sheeps! –puntualicé. Siguió un silencio, una tos corta y después uno: "What?"
Le pregunté si tenía perro y me dijo que sí, y yo le respondí que también y que además tenía unas 300 ovejas y que me las amaba tanto como las perras pero de otro modo, claro, porque una oveja no le quiere igual que ama un perro, o un perico, por ejemplo. Aquí el irlandés me interrumpió por preguntarme si aquello era una broma (uno joke) y yo le respondí que no, que yo nunca hacía bromas, cuando hablaba de trabajo. Entonces hizo un esfuerzo audible por recuperar la servicialidad y me explicó que 300 ovejas no podían ser consideradas como mascotas.
Y aquí todo empezó a torcer. Le dije que quien se había creído que era para decir si una oveja era un animal de granja o de compañía, que no tenía ningún derecho, y que si pensaba que estaba hablando con un turista cualquiera, pues se equivocaba. ¡Que yo era campesino! Y no sólo campesino: ¡pagés y catalán! Y eso, ya lo dijo ese sabio, me daba algunos derechos, a la hora de ir por el mundo.
Qué coi; catalán y español! "Spanish, coño!", le dije levantando un dedo autoritario aunque no pudiera verlo, y luego se oyó un "fucking nosequé" seguido de un "fucking nosequantos" y yo le repliqué que el 28 de marzo del 2023 el gobierno español había aprobado una ley de bienestar animal, en virtud de la cual un santuario animalista había inscrito a una vaca como mascota.
–Loli!
–What?
–Loli. ¡Qué se llama Loli, la vaca! –Y colgó.
Había que pensar en un plan B: "Quizá alguien que pueda sustituirme durante una semana", pensé.
En la gestoría me dijeron que antes de contratar a nadie había que hacer una pequeña auditoría para evaluar los posibles riesgos laborales y que, hecho esto, ya podría contratar siempre más a quien quisiera.
Vino una chica joven con una carpeta logotipada y empezó a hacerme preguntas mientras paseábamos por la granja. "Las balas pequeñas exceden los 40 kg", anotó; "el mango de la horca tiene astillas", "tractor sin arco de seguridad y "el empleador [o sea, yo] no dispone de los EPI necesarios". Me preguntó si nunca antes habíamos tenido trabajadores y yo le dije que no, que la nuestra siempre había sido una empresa familiar pero tanto o más digna que cualquier otra.
Le reproché que lo que yo necesitaba eran soluciones y no problemas, y ella me respondió que sólo hacía su trabajo, y yo dije que si su trabajo consistía en ir complicando la vida a la gente, pues que el suyo debía un trabajo de mierda y que no creía que la hiciera sentir demasiado realizada. Arrancó la hoja de la carpeta, la lanzó al suelo y dijo que sí, que por supuesto que la hacía sentir realizada, y empoderada, y que era precisamente por esclavistas como yo que tenía sentido, su trabajo de mierda.
En ese momento, mi padre, que actualmente goza de una misérrima y eufemística jubilación activa, volvía del huerto y, como nos vio discutir, se detuvo y me preguntó si todo iba bien y si ya había encontrado una solución para el ganado mientras yo estuviera de vacaciones. Le dije que no, pero que no sufriera, que eso ya no era cosa suya y que ya la encontraría.
La solución, claro, finalmente consistió en dejar al padre al cargo del rebaño liberándole de cualquier tarea que no fuera estrictamente necesaria y dejándole todo tan a punto como supe. Esto, y llamar todos los días al anochecer para saber si todo funcionaba.
¿Y el viaje? ¿Pues qué les tengo que explicar? ¡Qué país, qué pastos, qué manera de vivir y trabajar! Qué forma tan sensata de dar valor a todo lo que no es asfalto. El verdor se extiende hasta la orilla del mar y todo el paisaje está salpicado de granjas y de pequeñas guerrillas de ovejas y vacas que pastan aquí y allá. La gente se saluda levantando un dedo del volante cuando se cruzan por las estrechas carreteras que cosen el país y cualquier yogur de marca blanca lleva inscrito con letras bien visibles que está hecho con leche de sus respetadísimos”Irish farmers". La venta de alcohol está prohibida hasta las diez y media de la mañana, la música en vivo está presente en cada rincón y en las cartas de los restaurantes el cordero y la ternera comparten protagonismo con el "fish and chips".
De Dublín no voy a decir mucho nada porque sólo nos estuvimos una tarde y todas las ciudades me parecen iguales: el olor a frito se mezcla con el olor de meados, la gente va a lo suyo y en cada bufón hay personas descarriladas consumiéndose entre cartones y mantas apolilladas.
Durante el vuelo de regreso, con la cabeza pegada a la ventanilla del avión, mi hija me preguntó que en qué pensaba.
–En todo y en nada –le dije–, en el trabajo atrasado que me espera en casa y en cómo serían nuestras vidas si hubiéramos nacido aquí.
–Ya te echaré una mano, si quieres –dijo mientras deshacía los nudos de los cables de los auriculares.
Despegué la cabeza del cristal y, clavándole la mirada al blanco de los ojos, le dije:
–Ni se te ocurra. Tú estudia fuerte y búscate un trabajo normal.
Se encogió de hombros y se puso los auriculares.
–Te lo digo en serio, ¿eh?
–Que sí, papá.
–Escúchame… –se desclavó uno de los auriculares de la oreja–, ¿has pensado alguna vez en hacerte auditora de riesgos laborales?