Café y la misma colonia

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Palomas sobre una mesa de la terraza de un bar en Barcelona.

“¡Eh, hola!”, le dice el hombre, levantando el brazo. Y se levanta, sonriendo. La mujer sentada frente a él también se levanta y le acerca la cara, para darle dos besos. “¡No nos conoces!”, adivina el hombre. “N...no...”, hace ella, que pasaba por allí y miraba el bar, justamente, para ir a leer un rato. "Somos compañeros de trabajo de tu marido", le dice la mujer. Y luego rectifica: “Éramos, éramos... Ya hace años que estamos jubilados. Su, suyo, un momento”. Y ella, pues, se sienta con ellos en la mesita de mármol. Hay dos tazas de café y dos vasos de agua. También pide un café, y el camarero también le trae un vaso de agua.

Hablan, de esto y de aquello, durante un rato. Que si cómo está, que si cuántos años tiene tu hijo, que si el suyo ya trabaja. "Nosotros venimos cada tarde a hacer el cafetón, aquí, que lo hacen muy bueno", dice la mujer, en un momento dado.

Ella, por un momento, pone los ojos en blanco. Esa frase, ese diminutivo –cafetón– le abre la puerta de una vida. De la vida de estos dos jubilados que no recuerda cómo se llaman. Esta costumbre indica mil cosas extraordinarias. Tienen una vida feliz, se aman, van ambos, juntos, a tomar un café, cada día, después de comer. Ahora mismo, en la mesa, no hay ningún móvil. Ambos hacen –también le parece extraordinario– el mismo olor de la misma colonia, que reconoce. Quizás también van a comprar juntos, quizás se reparten las tiendas. Cada tarde, en este bar, deben hablar de bagatelas o quizás están en silencio, contemplando los yendo y venideros. Ninguno quiere ser más importante que el otro. No hay exasperación, no hay odio, no hay riñas entre ambos. El tedio que puedan desprenderse es agradable, asumible, es normal. “¡Tengo que irme!”, hace ella, al cabo de un rato. Se levanta y suspira, muy fuerte, para recoger toda la nostalgia ajena y futura del ambiente y quedársela en los pulmones. Continúa el camino hacia casa.

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