Joaquín Sabina en el concierto del Palau Sant Jordi.
03/10/2025
2 min

La panadera me pone el café con leche y me dice: "Ay, niña, perdona, que hoy he dormido dos horas y estoy..." Los jubilados que desayunan dejan los móviles y las conversaciones y paran la oreja. "¿Y cómo es que has dormido dos horas? ¿Se te ha complicado la noche?", le pregunto, riendo. "Complicar la noche" es el sinónimo, divertido, de cuando alguien ha tenido una cita que ha terminado con vertical-puente. "Fui al Sabina!", exclama.

En el bar, algunas de las mujeres, de cincuenta para arriba, le preguntan cómo fue. Todas lo conocen y todas se saben las canciones. La panadera, mientras va poniendo cafés (todos con un croissant pequeño en el platillo), dice: "Yo lo di todo. Él no!". Y se ponen a hablar de que es mayor, que estuvo todo el rato sentado, que la corista de toda la vida canta algunas de las canciones más célebres... Ni ve a punto, ni saltos por el escenario (que nunca hizo: los cantautores no saltan). Frases ingeniosas, como siempre, y las bromas sobre la edad, inevitables, al parecer. No he sido una admiradora de Sabina, pero entiendo muy bien lo que dicen.

Siempre hay un día que, viendo a tu artista en el escenario, piensas que quizás ese será la última vez. Lo pensé con Leonard Cohen, en Barcelona. Mirando a aquella gente, que habla de esto, en este pequeño bar-horno de pueblo, entiendo muy bien, quizás más que nunca, la idea del arte. Vas al concierto no por lo que es tu artista favorito, sino por lo que fue. Y tú, recordando aquel que eras cuando el artista que amas también era, llamas y te desgañitas para tapar que ya no tiene voz. Pero lo tuvo. Y esa voz que tuvo, cantando esas canciones, es una parte muy grande de tu historia.

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