La fulminación exprés de Jaume Alonso-Cuevillas por parte de su partido, JxCat, como secretario segundo de la mesa del Parlament de Catalunya, es un síntoma de unos tiempos convulsos en los que, ante la confusión ideológica y la debilidad democrática, los espacios políticos tienden a la solución conservadora de cerrar filas y penalizar el debate. De hecho, es una tendencia propia de la política partidista entendida en el peor sentido de la expresión, tendencia que se extrema cuando vienen mal dadas, cuando el mapa político es inseguro, cuando la separación de poderes se tambalea y cuando el populismo antipolítico saca cada vez más la cabeza. Y cuando, como consecuencia de todo, da miedo el debate serio de ideas y se corta de raíz la autocrítica.
Es en situaciones así que, haciendo valer una rigidez que se viste de coherencia, se penaliza más que nunca, no ya la disidencia, sino la mera discrepancia, el más mínimo matiz. El diálogo, no ya externo, sino incluso el interno, es visto entonces como un peligro. Los discursos se radicalizan, se enrocan y se blindan, de forma que los partidos premian por encima de todo la fidelidad absoluta, sin rendijas, con el objetivo de que nadie se salga del argumentario oficial, marcado por unos liderazgos blindados. Pensar por uno mismo pasa a ser un riesgo. Pero, en realidad, esta manera de hacer política es la negación misma de la política, es decir, de la palabra conversada, del contraste de opiniones, del diálogo inteligente y libre. Aunque sea sin pretenderlo, se instaura el régimen del miedo. Quien se mueve no sale en la foto. O directamente es expulsado de la foto, como le ha pasado a Cuevillas por haber expresado sus matices sobre la estrategia de “confrontación inteligente” de JxCat, un concepto ambiguo que él ha querido acotar y, en concreto, disociar de la práctica de las declaraciones simbólicas, una vía que cree que trae más problemas (inhabilitaciones) que beneficios políticos efectivos.
Porque, de hecho, este es el problema de fondo: la immolación permanente por cualquier simbolismo menor no lleva a ninguna parte. La defensa de la soberanía del Parlament, y de los derechos y libertades básicos amenazados, no puede depender de una gestualidad retórica que, al fin y al cabo, provoca sobre todo frustración e impotencia en la gente y que, además, como se ha visto en la última legislatura, no ha hecho sino generar más división y romper con el imprescindible principio de realidad. Un principio que en plena crisis sanitaria y económica debido a la pandemia tendría que servir para priorizar la eficacia de gestión y el buen gobierno. Precisamente ahora que se negocia la formación de un gobierno que responda a la mayoría soberanista, la reflexión de Cuevillas es pertinente y como mínimo se tendría que poder debatir con tranquilidad, sin purgas ni exclusiones. Por desgracia, el hecho de apartar al secretario segundo de la mesa no ayuda a crear el necesario clima de entendimiento, y, de verdad, no puede mandar el miedo a decirse las verdades. Más bien lo que hace es cerrar puertas y enrarecer todavía más el ambiente, y de paso debilitar la imagen que la ciudadanía tiene de la clase política en su conjunto, y en este caso de la independentista en particular.