1. El delirio americano. El lunes, en una cena en Barcelona, el escritor indio Pankaj Mishra dijo que probablemente en el 2028 no habrá elecciones presidenciales en Estados Unidos y que Trump se proclamará a sí mismo. Lo que más me inquietó es que a ninguno de los presentes le pareció imposible. En el contexto actual es perfectamente verosímil, en un país en el que el presidente castiga a quienes lo critican, hace y deshace con los medios de comunicación, amenaza con declarar ilegales a las organizaciones que se oponen a su gestión con toda impunidad, los poderosos le ríen las gracias e incluso Bill Gates le rinde homenaje, mientras el país se va encogiendo moralmente y políticamente. ¿Dónde está el Partido Demócrata? ¿Dónde está la prensa?
La corriente que emana de allí –vía el nuevo sistema comunicacional– se propaga con escasa resistencia por la vieja y descolocada Europa. Fallan los consensos necesarios para exigir la decencia. Y la cruda realidad se pone en evidencia cuando se exhibe un genocidio sin contención ni vergüenza alguna y las sociedades europeas se dividen, incapaces de afrontar un dilema histórico: combatir la barbarie nihilista o llevar al precipicio a las democracias occidentales. Esta es la cuestión.
2. Bajemos a Catalunya. Vayamos a la letra pequeña. El Procés ha sido una sacudida grande que ha terminado en punto muerto. El ruido que lo acompañaba ayudaba a tapar problemas que no se pueden menospreciar: vivienda, inmigración, marginación. Ha costado reconocer los límites del independentismo, aunque son evidentes. Pero la realidad se impone, e ir más lejos de lo posible y captar los ritmos de cada momento se paga. Y se ha ido entrando en un período de deflactación –y frustración– sin que el independentismo haya sido capaz de gobernarlo, de tener la cintura necesaria para encontrar el tono en la etapa actual. Y quien más lo está pagando es Junts. Las caras incorporadas desde fuera durante el Procés, que le daban amplitud y diversidad, han ido desapareciendo y ha quedado atrapado por un pequeño núcleo pegado al icono lejano de Puigdemont, queriendo prolongar un período que ha terminado. Y cada día está un poco más fuera de juego.
Primero los desbordó el PSC anticipando que la ciudadanía quería un periodo de pausa dando más grosor a las cosas que a los eslóganes. Ahora, como todas las derechas, viven el acoso de las extremas derechas. Y ha sido necesaria una escalada de Aliança Catalana en las encuestas para que sonaran las alarmas. Las cifras que salen pueden parecer excesivas, pero es cierto que estos grupos hechos a base de resentimiento tienen aceleraciones y desaceleraciones imprevisibles. Las tendencias del momento son claras: lo que está ocurriendo en Catalunya, la aceleración de la extrema derecha, es recurrente en Europa y demuestra la dificultad de conservadores y liberales de gobernar el cambio de modelo económico y comunicacional en curso. No transmiten a la gente la confianza necesaria y muchos votantes caen en la trampa de la extrema derecha en un momento en el que sus fantasiosas promesas están haciéndose cruel realidad en Estados Unidos de la mano de Trump. Dicho de otra forma, formamos parte, a nuestra escala, de un problema global.
Si el PSC y Junts son todavía los principales referentes de la política catalana, tendrán que acertar en la lectura del presente. El president Illa ha encontrado un registro adecuado en un momento de resaca tras la fallida confrontación con el Estado. Pero del pragmatismo no se vive eternamente, entre otras cosas porque los resultados de la gestión hacen grandes oscilaciones. No basta con la ropa de ir a trabajar, a la política hay que vestirla, y gana el que sabe marcar la moda del momento. Junts tiene que dar el salto al presente: la melancolía puede ser un consuelo pero nunca un proyecto de futuro, y eso significa renovación. Seguir enganchados a Puigdemont, el cromo de lo que no pudo ser, atascado en una imagen de exiliado que ya no funciona, es garantizar la fuga permanente de voto hacia el neofascismo, de los que responden al malestar con la nebulosa tóxica del radicalismo patriótico.
3. Catalunya-Barcelona. En el trasfondo de todo esto está el modelo con el que Catalunya construyó perfil después de la dictadura. Aún hoy se reconoce por los nombres de Pujol y Maragall, un bipartidismo imperfecto, que con los acompañamientos de cada lado configuró el país, con cierta dialéctica Catalunya-Barcelona como telón de fondo que tenía su utilidad. Y no sería bueno que Barcelona se comiera a Catalunya, pero tampoco que Catalunya desdibujara a Barcelona. Son las tensiones creativas las que pueden agrandar un país. Y la dialéctica Barcelona-Catalunya bien administrada creo que es un catalizador potente.