

Con muy poco tiempo de diferencia hemos presenciado las polémicas generadas en las redes sociales por la actriz transexual Karla García Gascón y por la escritora JK Rowling (haciendo referencia, precisamente, a cuestiones políticas relacionadas con la transexualidad). Este no es el tema de este artículo, sin embargo. A raíz de estos dos casos me gustaría explorar un punto problemático, e incluso incómodo, como es el de la posibilidad de un control de la información en un contexto tecnológico como el actual y en el marco de una sociedad democrática. La estandarización social de las nuevas tecnologías no está sirviendo, en términos generales, para afianzar el proyecto democrático, sino todo lo contrario. Las ideas pseudocientíficas o las propuestas políticas abiertamente hostiles en los principios democráticos tienen una salud pletórica. Con un simple móvil en la mano, cualquiera puede expandir disparates de gran tamaño que llegarán a millones de personas al instante. ¿Cuál es el problema de fondo? El sistema democrático es inviable a largo plazo con la creciente expansión de ideas y actitudes como las descritas, pero también es inviable con la fiscalización sostenida de la opinión, es decir, con lo que toda la vida se ha llamado censura. Algunos opinan que la única forma de neutralizar este riesgo es actualizar la censura, es decir, reajustar los mecanismos represivos del estado al nuevo escenario tecnológico. En mi opinión, esto es volver muy atrás y, además, es contradictorio: restringir la democracia en nombre de la democracia no parece una buena idea.
Asumida nuestra condición de sociedades postindustriales basadas en la información y al mismo tiempo nuestra condición de sociedades liberales que deben tener como hito irrenunciable el máximo de libertad para el mayor número posible de individuos, no podemos descartar algún tipo de control sobre el eje vertebrador de nuestras sociedades –que hoy no es otro que la información– pero sí rechazar nuevas formas de censura que coarten a priori la libertad individual. El encaje de estas dos necesidades es posible gracias al principio básico que nos aleja de la minoría de edad en un sentido kantiano: la responsabilidad. En este contexto, la responsabilidad solo puede ser evaluada a posteriori. Es decir, yo soy responsable –en cualquier sentido: legal, político, ético– de lo que he dicho o hecho, pero no de lo que podría haber dicho o hecho de acuerdo a mis convicciones. En un régimen democrático, en un estado de derecho, yo soy responsable, en definitiva, de las consecuencias derivadas de mis actos, no de suposiciones. Es justamente por eso que puedo ser libre y responsable al mismo tiempo de mi libertad. En un régimen dictatorial, en cambio, mi decir o mi hacer nunca están mediados por la consecuencia, sino por un axioma apriorístico: un dogma político, la voluntad omnímoda de algún tirano, etc. Hay que erradicar, en todo caso, el espectáculo ruborizador de lo que podríamos llamar escolástica de la responsabilidad, eje de la comedia política actual, en la que un individuo es, según algunos, "moralmente responsable, pero políticamente inocente", y según algunos otros lo es "políticamente, pero no moralmente", o "jurídicamente, pero no éticamente", etc. La traducción más habitual de esa difuminación retórica de la responsabilidad es la impunidad.
Mientras no generen consecuencias concretas, es decir, hechos penalmente objetivables, las opiniones expresadas en un contexto público por Karla García Gascón, JK Rowling o quien sea pueden parecerme simplemente acertadas o desacertadas. Otra cosa muy distinta es que fueran anónimas, porque entonces complicarían o incluso imposibilitarían esa objetivación penal. Los delitos de odio juzgan hechos susceptibles de tener consecuencias lesivas para el conjunto de la sociedad, pero su alcance es hoy arbitrariamente selectivo. Es muy distinto que Karla García Gascón me insulte a mí como catalán, como hizo en varias ocasiones, a que la insulte yo a ella en su condición de transexual. El recorrido penal de los insultos sería totalmente diferente, como se ha visto con una claridad casi obscena (digo recorrido penal, no alboroto mediático que se llevará el viento). Por convicciones democráticas, la censura me parece inadmisible; sin embargo, la censura selectiva, que es la que hoy está tipificada por la ley a través de la borrosa figura jurídica del delito de odio, también me resulta inaceptable. A diferencia de un puñetazo o de un disparo en la nuca, los insultos solo son palabras, signos, flatus vocis. Ahora bien: ese principio tiene que valer para todos, no solo para los emboscados en la corrección política.