El otro día nos dejó Matthew Perry, el intérprete que dio vida a Chandler en la mítica serie Friends durante una década. Su muerte, precedida por tres décadas de excesos etílicos y drogodependencias, llenó las redes sociales de condolencias, fotogramas, ilustraciones y diálogos de su personaje más famoso. Decía Chandler: "Cuando era joven empecé a utilizar el humor como mecanismo de defensa". Y, para muchos, Friends todavía es eso: un refugio al que recurrir cuando necesitamos que el humor nos proteja de la realidad o la haga más digerible. Fue enternecedor observar cómo los usuarios de Twitter o Instagram (me incluyo) buscaban maneras originales de decirle adiós a Chandler (más que a Perry): cuando un personaje es querido por tanta gente, la convicción de que el impacto anímico de su muerte es única, especial e intransferible en nuestro caso es una convicción legítima, conmovedora, pero también improbable. Como ocurre siempre, hubo personas que emplearon la ironía o el sarcasmo para remarcar el exceso de mensajes, tuits o stories en torno a esta pérdida: seguramente Chandler habría hecho justamente esto, así que el homenaje funciona en cualquier caso.
Hoy en día, más que cuando se estrenó Friends, el espectador medio ha educado su criterio en lo que se refiere al consumo audiovisual. Al menos, se ha hecho suya una terminología que antes era patrimonio exclusivo de los críticos profesionales: no es de extrañar que nuestro vecino comente que la última serie que ha visto pierde fuerza a partir de la segunda temporada, o que la actriz protagonista hace una interpretación magnífica, o que la propuesta te mantiene en una tensión permanente, o que el guión parece alargado hacia los últimos capítulos. El público no experto se ha familiarizado con estos conceptos y habla y critica sin complejos: las redes han favorecido esta falta de pudor a la hora de opinar, pero ya está bien combinar las críticas profesionales (a veces más obtusas o endogámicas, como si solo se dirigieran a otros críticos) con las valoraciones más frescas, transparentes o genuinas de espectadores corrientes.
En tiempos de saturación de la oferta audiovisual y, sobre todo, en la época dorada de las series, no es descabellado preguntarse por qué todavía vemos una y otra vez series de hace dos décadas e incluso exigimos capítulos especiales, reencuentros, remakes, secuelas y documentales que alarguen un poco más su existencia. En esta misma línea, recientemente se anunció el regreso de otra serie mítica, Frasier, que nunca tuvo el impacto de Friends pero que sirve para ilustrar una misma tendencia: recurrimos a series popularísimas del pasado por motivos que deben de ser más viscerales que seriófilos, como si, por encima de todo, la ficción nos sirviera para sentirnos partícipes de una verdadera conexión emocional (colectiva e intergeneracional) mientras que, fuera del televisor, el individualismo se impone inexorablemente. Porque, volviendo a Chandler, es cierto que la tristeza y la emotividad compartidas quizá interpelan a la ficción, pero no por eso son de mentira.