Cuando la ciudad arde: estrategias contra el calor

Ola de calor en Barcelona
06/07/2025
3 min

Hace días que Catalunya arde. El asfalto hierve en las ciudades, los pisos se ahogan en los barrios más densos y en muchos pueblos la sombra es un lujo escaso. La ola de calor no da tregua, rozamos temperaturas récord día tras día. Pero no todo el mundo la vive igual. Para algunos, es una molestia; para otros, una amenaza.

Más de 40 personas murieron en Catalunya en la última semana de junio por causas vinculadas a las altas temperaturas. Y según Human Rights Watch (HRW), el pasado año fueron más de 2.000 en todo el Estado. Sin embargo, estas cifras podrían quedarse cortas. Según la herramienta MACE, desarrollada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), solo durante el verano de 2024 habrían muerto en España casi 12.000 personas por causas atribuibles al calor –más de 1.600 en Catalunya–. Entre estas causas se encuentran enfermedades agravadas por las altas temperaturas, como problemas cardiovasculares, respiratorios o patologías mentales. Pese al baile de datos –en función de si se contabilizan solo los efectos directos o también los indirectos–, todo el mundo converge en un mismo diagnóstico: el cambio climático no solo hace subir los termómetros, sino que colapsa las urgencias, agrava las desigualdades y pone en riesgo la vida de quienes viven en los contextos más vulnerables -gente mayor, niños y personas con malaltias crónicas o que viven en viviendas mal ventiladas.

Pero no es solo el riesgo de morir. El calor sostenido también afecta a cómo vivimos, cómo trabajamos, cómo nos desplazamos e incluso cómo aprendemos. Puede provocar insomnio, irritabilidad, falta de concentración, episodios de ansiedad y agravamiento de trastornos mentales. Reduce el rendimiento cognitivo, especialmente en la infancia, y en Catalunya el 60% de niños y jóvenes de familias de bajo nivel socioeconómico no acceden a actividades de verano. Sin escuela ni opciones educativas o de ocio, pasan las horas en pisos pequeños y sobrecalentados, o expuestos al sol en la calle. Para miles de niños en Catalunya, el verano no es sinónimo de vacaciones sino de confinamiento térmico.

Cuando el calor llega, no todo el mundo puede protegerse. Para muchos el aire acondicionado es un lujo inalcanzable. El concepto de pobreza energética ya no solo se asocia al frío de invierno, sino también a la imposibilidad de garantizar la casa a una temperatura segura en verano. Y casi el 20% de los hogares en Catalunya no pueden permitirse mantener el termómetro a unas cifras adecuadas. Sin aislamiento térmico, ventilación, ni aire acondicionado, el verano se convierte en una amenaza.

Pero la amenaza no termina dentro de casa. También afecta al trabajo. Hace una semana una trabajadora del servicio de limpieza de Barcelona murió poco después de terminar su turno. Como ella, miles de personas –limpieza, cuidados, construcción, reparto– hacen trabajos precarios y a menudo invisibles, sin protección frente a las temperaturas extremas. Incluso la Agencia Europea para la Seguridad y la Salud en el Trabajo lo advierte: el calor es un riesgo laboral emergente.

El calor, por lo tanto, no solo acentúa desigualdades educativas y sociales, sino que convierte el espacio urbano en un escenario de riesgo para la salud y el bienestar de las personas que lo vivimos. La ciudad, lejos de ser refugio, puede actuar como trampa térmica.

Para contrarrestarlo, ciudades como Barcelona han desplegado una red de cerca de 400 refugios climáticos: bibliotecas, escuelas, centros cívicos, museos y parques que ofrecen frescura, descanso y acceso a agua potable durante el verano. El objetivo municipal es garantizar que la mayoría de la población tenga uno a menos de 10 minutos a pie. Pero su distribución sigue siendo desigual, los horarios son limitados -especialmente en agosto– y muchos vecinos y vecinas desconocen que existen. También se apunta que su diseño ha sido más técnico que participativo, y que haría falta una gestión más comunitaria y equitativa.

El acceso a la sombra, al agua potable y a la ventilación no puede ser un privilegio. Es necesario ampliar la infraestructura verde, generar más espacios comunitarios climatizados y garantizar que nadie, en ningún barrio, quede fuera de los circuitos de protección climática. La ciudad tiene que dejar de ser escenario de desigualdad para convertirse, de verdad, en un refugio.

Los veranos son cada vez más largos y calurosos. Pero la respuesta institucional es todavía insuficiente. No basta con las medidas de emergencia: hay que reducir emisiones, enverdecer las ciudades y proteger a las personas en situación de más vulnerabilidad. Hay que garantizar el derecho a la energía, a condiciones laborales seguras y a entornos urbanos habitables. Porque vivir dignamente no debería depender del parte meteorológico.

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