Al menos esto han dicho los responsables, tanto los organizadores neozelandeses como el Ayuntamiento de Barcelona. Lo han dicho, eso sí, justo antes de añadir que, sin embargo, curiosamente, no volverá a celebrarse en Barcelona. Según Jordi Valls, teniente de alcalde de Economía, Hacienda, Promoción Económica y Turismo, "a la Copa América le ha ido muy bien, y a Barcelona, también". Para celebrarlo, las dos afortunadas partes han decidido hacer "un acuerdo de desconexión amigable". Está muy bien. El CEO de la Copa América, Grant Dalton, se mostró agradecido a las autoridades barcelonesas y afirmó que, tras el éxito obtenido en la capital catalana, era hora de buscar nuevas sedes para el evento. El abuso de los eufemismos lleva a momentos de una remarcable comicidad involuntaria.
Tal vez, precisamente el triunfalismo y la falta de conexión con los ciudadanos hayan tenido algo que ver con esta curiosa modalidad de éxito, que lleva a no repetir la experiencia de lo bien que ha ido. Contra lo que piensan muchos políticos, presentar una ciudad como un escenario, sea de lo que sea, no es una idea ilusionante, porque si la ciudad es un escenario, significa que los ciudadanos son los figurantes. Y a nadie le gusta estar figurando en su casa. Sobre todo cuando la obra que tiene que representarse se publicita –pongamos por caso– con un desfile de alta costura en el Parc Güell en el que los selectos invitados se dedican a enseñar distinguidamente el culo a los ciudadanos que protestan. O cuando se tiene el desacierto de cerrar partes de la ciudad para celebraciones de la Copa América, justo después de que ya se cerrara el Passeig de Gràcia para convertirlo en pista de exhibición de Fórmula 1 (otra forma de escenario). Nada de todo esto es estimulante, ni agradable, ni mejora la vida de nadie, ni sitúa a la ciudad en ningún lugar verdaderamente relevante. A lo sumo, habrá una retahíla de impactos en las redes y en algunos medios extranjeros, en los que la ciudad sea mencionada como el lugar donde ha ocurrido tal cosa. Pero eso no la convierte en referente de nada, si no es del turismo de masas que, por lo que se puede deducir de los discursos del alcalde Collboni y el president Illa, quiere atraerse aún más masivamente. Si este es el objetivo, quizás sí que debe hacerse a golpe de eventos pomposos, ruidos y vacíos. Pero quizás no sea el camino más interesante para una ciudad que en otros momentos se ha permitido soñar planteamientos más ambiciosos. La Copa América estaba bien para políticos como Rita Barberá o Eduardo Zaplana, y ahora, como María José Catalá y Carlos Mazón, que se frotan las manos pensando en el probable regreso de esta competición a Valencia (donde, en 2010, dejó un agujero en el erario público que no se acabó de saldar hasta el año pasado).
Los gobernantes de Barcelona viven bajo el síndrome del 92. Se quiere repetir como sea el éxito de los Juegos Olímpicos, lo que los lleva a la invención de verdaderos despropósitos como el Fòrum de les Cultures de 2004, o a la sobreactuación a cuenta de propuestas, digamos no muy bien calibradas, como la de la Copa América. Aunque, para ser justos, no ha desagradado a todo el mundo: en Foment del Treball estaban entusiasmados.