Fachada del Palacio de la Generalitat
08/12/2024
3 min

Es conocido el pasaje con el que Jaume Vicens Vives describió nuestro comportamiento colectivo tras la derrota de 1714. El gran historiador afirmaba –más o menos– que los catalanes del siglo XVIII decidieron que más les valía dedicarse a hacer dinero que a hacer política, lo que hizo posible un siglo XVIII próspero. El joven Jordi Pujol, ávido lector de Vicens, debió de pensar en él cuando hablaba de "hacer país" durante el franquismo, como alternativa a una acción política impensable en aquella época.

En los últimos tres siglos, el autogobierno ha sido un fenómeno tan accidental en nuestra historia que nos hemos acostumbrado a desconfiar del poder, a malinterpretarlo, a combatirlo y a su vez a sustituirlo desde otras instancias más cercanas a la base ciudadana: de la Junta de Comerç al Cercle d'Economia, de los sindicatos obreros a la Unió de Pagesos, de las sociedades corales a Òmnium, pasando por todo el enjambre de ateneos, casales, asociaciones vecinales y colectivos de todo tipo que tapizan el territorio y hacen todavía de Catalunya una envidiable trama de defensa de los intereses comunitarios, y una no tan envidiable maraña de voluntades que demasiado a menudo estrangula las grandes propuestas de país.

No estamos en 1714 ni en 1939, pero la mayoría del país, que durante la década de 2010 veía con buenos ojos una Catalunya más soberana, vive el post-Procés con un sentimiento de derrota y de frustración que se ha esparcido inevitablemente porque –sin ánimo de ofender a nadie– tras el movimiento soberanista, que hizo posible la gran movilización del 1 de Octubre, estaba la parte más activa de la población, la más decidida, la más organizada y la que más creía en el país. Aquellas cohortes de ciudadanos que debían construir la Catalunya soberana, en gran parte, forman ahora una gran masa escéptica, que se ha visto decepcionada por sus propios conciudadanos (los que rechazaron el referéndum y aplaudieron su represión), por sus líderes (que no supieron hacer la parte de trabajo que les tocaba) y por la democracia española, que les respondió con violencia y basta.

El miedo a verbalizar este estado de cosas ha llevado a los partidos independentistas a encumbrarse en posiciones resistenciales, que esconden una profunda melancolía. Y, sin embargo, desde 2017 tanto Junts como ERC han tenido ocasiones de reponerse y reformular viejas aspiraciones, con un buen comportamiento electoral. Pero han sido ocasiones malogradas, en parte por impericia, en parte también –es justo recordarlo– por el chantaje del poder judicial español. Mientras, el país va tirando y en los cenáculos donde no hace mucho se discutía apasionadamente de política ahora se habla de cómo fortalecer el país, de salvar el catalán de las amenazas enormes a las que se enfrenta, de mejorar la cultura, el tejido social, el territorio, la vivienda. Esto es política, por supuesto; pero no tiene mucho que ver con el menú que nos ofrecen unos partidos catalanes ensimismados, un gobierno autonómico que solo quiere perpetuarse a través de la anestesia colectiva y un Estado donde la conciencia democrática es demasiado débil como para enfrentarse a los poderes fácticos.

Aunque cualquier comparación sería errónea, es cierto que muchos catalanes han decidido, quizás sin decirlo en voz alta, que vuelve a ser el momento de dejar la política a un lado y reanudar la vieja doctrina de "hacer país", desde la base, esperando a que lleguen tiempos mejores; nuevos liderazgos, nuevas ideas. Con un Estado hostil y una Generalitat sedada, toca arremangarse y asumir que, como ha ocurrido casi siempre, el país es cosa nuestra, de todos y de cada uno, y que no podemos esperar que Puigdemont y Junqueras, o quien sea que los acabe sustituyendo, nos marquen la ruta a seguir.

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