BarcelonaTenía que pasar y lo sabían todos los miembros del Govern y los líderes de los dos partidos. Han conseguido atrasar un año la crisis, pero ya no se puede esconder más que ERC y JxCat no tienen una visión común de los éxitos y de los errores propios del 2017, tampoco del grado de las fortalezas del 1-O, ni comparten estrategias ni métodos para llegar a unos objetivos, en teoría compartidos.
El cese del vicepresidente del Govern, Jordi Puigneró, acabará en destrozo. Esto está claro. Destrozo dentro de la coalición y destrozo dentro de Junts, donde las diferentes sensibilidades expresan posiciones irreconciliables sobre la utilidad de estar en el Govern.
Es el momento de la claridad interna, que es la que necesitan los votantes soberanistas. La mayoría parlamentaria soberanista no existe y cada espectáculo de los socios de la coalición aleja más la imagen de seriedad del movimiento. Dudo que los soberanistas cambien su voto, pero se los puede estar abocando a la decepción y la vergüenza. El sacrificio humano, admirable, puede ser contraproducente si se interpreta como un salvoconducto. Las decisiones se tienen que tomar con una nueva racionalidad que puede quedar comprometida por el trauma, tal como decía Jordi Cuixart.
Hoy la coalición está muerta y el gobierno en minoría abocaría a Aragonés a una incierta fragilidad donde la votación de los presupuestos del PSOE en Madrid sería la moneda de cambio de la estabilidad.
Dentro de Junts el enfrentamiento es evidente entre lo que podríamos simplificar como los partidarios de la gestión y los de la confrontación. La situación hoy no es de crisis, es de catarsis.