La atmósfera que desprende la política catalana estos días previos al debate de investidura es sofocante. Es curioso que algunos insisten en la idea de sumar fuerzas para hacer república, cuando las fuerzas que se supone que deberían sumarse están abocadas a un espectáculo público de odio mutuo que, además de aburrido, se ha vuelto irrespirable. ERC se afana por vender como trascendente e histórico un acuerdo de financiación sobre el que planea la falta de credibilidad del gobierno de España y su interminable lista de incumplimientos en inversiones. Juntos intenta presentar como un momento crucial el regreso de Puigdemont, un episodio que podía haber sido ciertamente relevante, pero que ya han ardido hasta el punto de convertirlo en una caricatura.
En política se puede acertar o errar, se pueden tener buenas o malas intenciones, pero –Tarradellas dixit– lo que no se puede es hacer el ridículo. Y esto es lo que vemos hacer todos los días a muchos vocacionales padres de la patria, con una vehemencia y una energía dignas de la mejor causa. Es ridículo que, a estas alturas, ERC recurra a la retórica del sí crítico y derivados, o exija disculpas y rectificaciones a una carta de propaganda política de Puigdemont (una carta bastante ridícula también). Es aún más ridículo, y degradante, que Jordi Turull se descuelgue afirmando que los republicanos tienen "problemas de comprensión lectora". Son ridículos los llamamientos, desde Junts o su entorno, a "sacar las garras", "estar a punto" o "salir a defender al presidente" como respuesta a la investidura de Isla oa la detención de Puigdemont. Son completamente ridículas (pero van en el mismo sentido) las fuertes declaraciones en las redes a cargo de severos intelectuales que aún piden sufrimientos y sacrificios a los ciudadanos: eufemismos para referirse a una violencia en cuyas calles, si alguna vez es produjera, no hace falta dudar de que todos estos valientes huirían antes que deprisa. No sea que tuvieran daño y nos quedáramos sin su clarividencia para iluminar el recto camino de acceso a la libertad.
Con este ambiente, el regreso del presidente de la Generalitat al exilio se convierte en una especie de carnavalada, y de hecho el propio Puigdemont y su entorno ya han devaluado buena parte de su contenido simbólico, al utilizarlo como una arma de partido que no aporta nada, sino que como mucho desgasta a unos adversarios (ERC, PSOE y PSC) y beneficia a otros (PP y Vox: hacer de tonto útil en la extrema derecha española se ve que es una idea bastante tentadora para la derecha independentista). Pasado el show del primer momento, el retorno puede tener efectos desestabilizadores más grandes o más pequeños, o incluso puede acabar desinflándose sin más: un error habitual es imaginar a España como un blog, incapaz de modular reacciones ni adaptarse a los cambios. Sobre todo si los cambios han sido anunciados con tanta pompa y circunstancia. Más allá del momento concreto, el resultado previsible de esta forma de comportarse será el reforzamiento de las propuestas populistas y xenófobas, además de un desgaste del independentismo del que le puede costar mucho tiempo reponerse .