La mujer camina, como puede, cargando cuatro sillas de las de pinza, dos debajo de cada axila. Se detiene, las deja un instante en el suelo, cierra, con el mando, la puerta del garaje, las vuelve a coger, va hacia un coche aparcado en doble fila, con la capota abierta. Ya se ve que sale del trastero, que debe estar junto a la plaza de parking, y las cargará en el coche de la capota abierta.
Está descabellada y se nota que sudada. Ese sudor impensado de cuando haces trabajo físico, que no preveías, con el abrigo puesto. En el coche hay un hombre, sentado al volante, que no le ayudará. Ella se queja. "Podrías salir, ¿no?". Y él también se queja. "Si salgo, me pondrán multa. ¿Que no ves la urbana, que está dando vueltas?". Ella mueve la cabeza e intenta meter las sillas en el maletero. No lo logra, no es nada buena distribuyendo al espacio. Hasta hace poco, esta característica era particularidad divertida, una broma familiar, pero ahora ya es un rasgo irritante, que se le suele reprochar con agro. Como sabe, y teme, se pone más nerviosa y lo hace peor. Al final, cierra la puerta, suspira, y sube al coche. Abre la ventana. "¡Nunca más! Es el último año del tió, ¡no es necesario! ¡Acabamos demasiado estresados!", farfolla. Se abrocha el cinturón y ese gesto –el de "atada podré descansar y alguien me llevará a sitio"– la hace suspirar, con cierto descanso. Echa la cabeza atrás. Él, enseguida, con un gesto impaciente (ojos muy abiertos, boca pulsada, de muppet, palmas garratibadas, como si sopesara dos ubres) le espolea a cerrar la ventana, para no perder calor.
Desde la ventana del blog, la mujer lo mira. Su mirada, la de la mujer de las sillas y la suya, se encuentran un instante. Ambas se sonríen. La del coche siente envidia de la de la ventana. Sola en casa, en un día como hoy, quizás lea un libro –se lo ha comprado y lo va a iniciar hoy– sola, con una botella de burbujas –se la ha comprado y la va a empezar hoy– y música en el tocadiscos . La de la ventana siente envidia de la del coche. El estrés, el trasiego, los nervios, tener a alguien a quien invitar. El dulcísimo y tedioso compromiso.