Fachada del Palau de la Generalitat, en la plaza de Santo Jaume de Barcelona.
30/03/2024
3 min

Estamos a mes y medio de las elecciones al Parlamento. La legislatura catalana se agota, con el gobierno de ERC esforzándose por apagar los conflictos con el campesinado y con los funcionarios de prisiones. Antes la había tenido con el personal médico y con los maestros. Quizás al ejecutivo de Pere Aragonès le ha faltado traza, y seguro que le ha faltado músculo parlamentario para hacer frente a estos incendios sectoriales. Pero la crisis de la función pública es algo global y prolongado en el tiempo. Y, además, ya se sabe que es en período electoral cuando los gobernantes se sienten más débiles y los sindicatos huelen la sangre. Por tanto, nada de todo esto se escapa del guión previsto, salvo la desgraciada muerte de la cocinera Núria López en la cárcel de Mas de Enric, un hecho suficientemente grave para exigir que se incremente la seguridad del personal penitenciario, pero quizá no tanto por conculcar los derechos de los presos ni por poner en cuestión el modelo penitenciario catalán, que ha sido defendido por exresponsables de todos los colores políticos en un artículo conjunto en este diario.

El Gobierno enarbola cifras récord de inversión y contratación en los sectores que más duramente sufrieron los recortes hace una década. Y, sin embargo, la percepción general, no sólo en Cataluña, sino también en todo el Estado, es que el sector público está en crisis, que es ineficiente, que no da abasto y que no ha logrado agilizar la relación con la ciudadanía a pesar de la creciente digitalización de procesos y trámites. Sin duda, la inestabilidad política en Catalunya no ha ayudado a afrontar este enorme problema, que pide ambición, coraje (para tomar decisiones susceptibles de contestación social) y pensar a largo plazo. En el caso catalán, es evidente que estamos pagando la factura del fuerte y rápido crecimiento demográfico de los últimos años, el envejecimiento de la población y también, por supuesto, el envejecimiento del funcionariado, que hace cada vez más difícil la implementación de los cambios necesarios para reducir la burocracia y hacer más accesible la administración a los ciudadanos.

La función pública pide acciones contundentes, pero no una sierra eléctrica como la que branda a Milei en Argentina. Por muy liberal que uno sea, debe entender que una sociedad próspera necesita unos servicios públicos eficientes, no sólo por una cuestión de solidaridad o justicia social. Como señalaba recientemente el profesor Carles Ramió, experto en gestión pública, este problema no afecta sólo a los sectores más vulnerables de la población: la consecuencia más inmediata de la crisis del sector público es el colapso del sector privado, como ya lo están notando los servicios médicos de las mutuas.

Ya sea por el peso y por la inercia de la herencia recibida, o por falta de audacia, la Generalitat no ha logrado revolucionar la administración en un sentido positivo, ni mejorar el estado de ánimo de los funcionarios más entregados ni poner fin al mal humor de los ciudadanos respecto a ciertos privilegios abusivos que acaban diluyendo cualquier intento de reforma. Los deberes que tendrá el nuevo gobierno en este terreno son de tal magnitud que pedirán un esfuerzo de consenso; un pacto de país. Sea cual sea la composición del Parlament, los partidos que forman el centro de gravedad de la política catalana tienen la obligación de ponerse de acuerdo en esta cuestión y no actuar con oportunismo ni con un miedo paralizante. Conviene recordar que esto que ciertos independentistas consideran tan aburrido –“gestionar la autonomía”– es la clave para que las aspiraciones soberanistas mantengan un relato sólido y creíble.

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