El pasado jueves la justicia de los Países Bajos condenó al líder del partido ultraderechista Forum voor Democratie (Foro por la Democracia, FvD), un individuo llamado Thierry Baudet, a retirar varios mensajes de Twitter en los que comparaba las restricciones dictadas en ese país contra el coronavirus con el Holocausto, y le prohibió formular en el futuro este tipo de analogías (un niño al que se le impide acudir a una fiesta infantil por razones sanitarias es como un niño marcado con la estrella amarilla en un gueto nazi...) bajo la amenaza de una fuerte multa. Según los jueces neerlandeses, este tipo de comparaciones “minimizan” el Holocausto y suponen un desprecio para las víctimas de ese atroz crimen de masas.
Esto ha pasado en los Países Bajos, no en España. Ha pasado en una nación que sabe de primera mano qué fue el nazismo, porque soportó la ocupación durante cinco años; en una tierra que tiene experiencia directa del antisemitismo hitleriano: el 75% de los judíos que residían en el país antes de 1940 fueron deportados y asesinados; 105.000 mujeres, hombres y criaturas en total. Ahí, pues, hay asuntos con los que no se puede jugar.
Como la España oficial no fue nunca “liberada” ni “depurada” –en el sentido europeo de estas palabras– del nazifascismo, al sur de los Pirineos las comparaciones más aberrantes salen gratis. Ya durante la guerra de la lengua de 1993-1996, Federico Jiménez Losantos aseguraba impávido que, en Catalunya, los castellanoparlantes eran perseguidos por “una especie de Ku-Klux-Klan difuso”; en las mismas fechas Alejo Vidal-Quadras –siempre inventivo– establecía un primer paralelismo entre el sistema escolar catalán y el apartheid sudafricano, a pesar de que no se atrevió a hacerlo desde el PP, sino desde una instrumental Fundació Concòrdia.
Con estos precursores y estos precedentes de impunidad, ahora el delirio se ha vuelto irrefrenable, y la existencia de tres partidos (PP, Cs y Vox) en pugna despiadada por la hegemonía del ultranacionalismo español alimenta una dinámica de subasta al alza, de a ver quién la barbaridad más grande. Canet de Mar es hoy Soweto y mañana Alabama o Arkansas, y al niño de la escuela Turó del Drac tanto lo pueden identificar con Nelson Mandela como con Rosa Parks (¡caramba, qué precocidad, en una criatura de P5!). Unos dirigentes del PP advierten de que los castellanoparlantes acabarán obligados a llevar un brazalete distintivo, como los judíos en la Europa hitleriana, y otros reclaman a Pedro Sánchez que envíe protección armada a esta familia de Canet, que parece en peligro inminente de ser linchada por las turbas separatistas, como si estuviéramos en el Deep South americano durante las presidencias de Eisenhower o Kennedy.
Por si estas analogías exóticas no resultaban lo suficientemente entendedoras para los electores que se quieren intoxicar, Carlos Carrizosa decidió recurrir a ETA y sostuvo que “Canet es una especie de Ermua, salvando las distancias” (las distancias que van de la miseria moral a la abyección, supongo...). Y, después de haber banalizado a copia de repetirlos conceptos como “régimen totalitario”, “segregación”, “veneno nacionalista”, “cacería humana” o “refugiados lingüísticos” (los que Ayuso está dispuesta a acoger generosamente en Madrid), Pablo Casado acusa directamente a la inmersión lingüística de tortura física: a las criaturas que hablan castellano se les prohíbe ir al lavabo y se les carga de piedras la mochila. ¿Este hombre se ha tomado algo o habla así de manera natural?
Ante un alud tan grande de barbaridades y de delirios, las opiniones unionista y tercerviista catalanas no lo tienen fácil para mostrarse indulgentes, para sostener que hay alguna relación entre el discurso del aglomerado Casado-Arrimadas-Abascal-Carrizosa-portadistas de Abc, La Razón, El Mundo, etcétera y la realidad de la Catalunya de hoy. Pero, como condenar sin paliativos las tóxicas fantasías españolistas los podría hacer parecer proindepes, han optado por una digamos equidistancia. Sí, las “hipérboles” de los líderes del PP, Ciudadanos y Vox son disparatadas e incendiarias. Pero ¿y “las amenazas enviadas por escrito contra los padres y el niño” (recordémoslo: dos tuits) a las que la Generalitat no ha dado “una respuesta contundente”? Así, ¿un gobierno democrático tiene la obligación de rebatir las sandeces que escriba en la red cualquier friqui? ¿Desde cuándo la Moncloa replica los miles de disparates que hacen circular por las redes los supuestos defensores de España?
Aquellos que pretenden describir a la mitad o más de los catalanes como una camada de racistas, una tropa de nazis sin piedad y de terroristas en potencia capaces de acosar a un pobre párvulo indefenso, los que igualan esto con “la intransigencia autóctona”, no saben poner muchos ejemplos de esta última: aquella vieja consigna de “España nos roba”, la episódica calificación del español como un “Estado fascista”... Y yo pregunto: ¿algún líder independentista de primera fila ha dicho alguna vez estas cosas en sede parlamentaria, en Barcelona o en Madrid? ¿Los partidos independentistas de gobierno han hecho bandera y programa de aquellas consignas? ¿Cuándo?
En un caso como el de Canet, en el que la realidad y la verdad están tan decantadas a un lado, jugar a la equidistancia –como hace Pedro Sánchez– es hacerle el juego a la más indecente mentira.