El derecho a arraigar

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Castaños centenarios

No sabía hasta qué punto los árboles son seres sensibles y expresivos, capaces de comunicarse y recordar, auxiliarse mutuamente y cooperar. No me ha captado ninguna secta new age; lo he descubierto en La vida secreta de los árboles, un fenómeno literario que revela lo que los científicos corroboran y los esotéricos intuían. Peter Wohlleben, guardabosques e ingeniero forestal, observa cómo los retorcidos restos de una haya, abatida hace cientos de años, se mantienen vivas bajo una corteza petrificada; no por un milagro, sino gracias a los árboles vecinos que le proporcionan una solución de azúcares mediante sus raíces. Este enredado sistema, que también puede observarse en taludes de los caminos, conecta la mayoría de individuos de una población. Parece claro que el intercambio de nutrientes –la ayuda vecinal en caso de necesidad– es normal, no sobrenatural. Confirma que los bosques son superorganismos en los que cada individuo es importante para el conjunto y vale la pena mantenerlo. Hoy por ti, mañana por mí. Los robustos hayas grisáceos recuerdan una manada de elefantes, que se preocupan por los congéneres, ayudan a los más débiles y velan a sus muertos. Los elefantes asiáticos incluso entierran a sus crías con la ayuda de la manada. La divisoria entre animales, racionales o no, y vegetales no es tan categórica como pensábamos. Las relaciones amables entre árboles afines se ven sobre todo en la acogedora atmósfera de los bosques ancestrales. Los ejemplares de las plantaciones o explotaciones forestales y los de los parques urbanos actúan como niños de la calle, van a lo suyo. Si dejáramos hacer en los bosques –con respecto al ritmo de la naturaleza–, primaría la solidaridad y crecerían más y mejor.

La idea de arraigar, ligada a la permanencia, no es extraña al ser humano. Técnicamente hablamos de arraigo social en relación con la situación administrativa de los inmigrantes; o en el mundo rural, para hacer frente al vaciado progresivo. En entornos urbanos, se vincula al sentimiento de pertenencia que religa barrios y ciudades. La unidad básica es la vivienda, un derecho individual, proclamado pero no garantizado. Según el informe Aquí no se puede vivir de Save the Children, los desahucios de menores han aumentado un 30% desde la pandemia. Vivir al raso es una cruda realidad para unas 10.000 personas en nuestro país. La fundación que asiste a los sintecho (Arrels, mira por donde) denuncia la arquitectura hostil (pinchos, barrotes...), una más de las artimañas para “ordenar” las zonas “guapas”. Por otra parte, un hogar no es sólo un cobijo de la intemperie sino un nudo de relaciones. En las pensiones donde se realoja a personas desahuciadas no se puede cocinar, ni recibir a nadie, ni hacer los deberes en condiciones. ¿Dónde está el derecho al libre desarrollo de niños que cambian de escuela cada tres meses? El mercado inmobiliario desregulado condena a una multitud de personas a saltar continuamente de un lugar a otro sin tiempo ni espacio para construir relaciones que, como en los árboles, nos protegen de las inclemencias. Son los desahucios invisibles, difíciles de medir.

Colectivos como Resistim al Gòtic se plantan contra la especulación inmobiliaria a través del apoyo mutuo. La lucha es colectiva porque también está en juego el tipo de comunidad que se quiere construir en torno a las escuelas, escaleras, tiendas, asociaciones... A menudo se olvida que la propiedad no es un derecho absoluto. Los pisos tienen amo, pero la ciudad o el pueblo es de todos. Del mismo modo, el dueño de una fábrica puede decidir qué quiere producir o el circuito de distribución, pero no puede verter residuos tóxicos en el río ni contaminar el aire porque el río y el aire no son suyos. Los procesos urbanísticos de esponjamiento de la ciudad, un saneamiento aparentemente incontestable, conllevan pérdidas colectivas cuando se desatan de políticas estructurales de vivienda. No todo es construir vivienda social, sino que también hay que garantizar que la propiedad existente cumpla el sentido social que la Constitución le otorga. Documentales como En construcción o Raval 1988 muestran el impacto en los barrios y la pérdida del norte y de la identidad. En el corazón del Raval, en el mismo lugar donde se acogía a personas vulnerables, está instalada Nude Project, una marca exclusiva de ropa streetwear para misfitos (inadaptados), gente moderna que no pertenece a ningún sitio en concreto. Es grotesco que aproveche la marca Barcelona (“The greatest city in the world”), pero que los lemas motivadores y la rotulación, por supuesto, sean en inglés.

Los movimientos vecinales han salvado buena parte del patrimonio: el natural –como los humedales del Empordà– y el arquitectónico –como Can Batlló, ejemplo de autogestión–, preservando su uso colectivo (centros cívicos, bibliotecas , escuelas...). La casa Golferichs (el “chalet” del Eixample) fue rescatada in extremis de las excavadoras de Núñez y Navarro. Cuando paso por delante de ese reducto modernista me conmueve la placa conmemorativa en reconocimiento a los vecinos acampados, porque parte de mi familia durmió por turnos. La casa Trinxet, de Puig y Cadafalch, no tuvo tanta suerte. Quizás hemos tomado cierta conciencia sobre la conservación del patrimonio histórico, pero, además de la carcasa, existe un tesoro inmaterial –tan sagrado como los bosques primigenios– que hay que preservar. La Casa Orsola, también en el Eixample, es una verdadera comunidad de vecinos, la mayoría de toda la vida, amenazada por un fondo de inversión que quiere hacer apartamentos turísticos de lujo. Los inquilinos cuentan con amplio apoyo en un barrio en peligro de ser devorado por los Starbucks y los coworkings.

En Mallorca, la contestación social frenó aberraciones como el aparcamiento para autocares, proyectado frente a la sede de Palma, donde ahora hay un gran parque. Lo que está hoy en riesgo es la supervivencia de la población local, expulsada por el turismo masivo. La Balanguera (diosa en forma de vieja que fila el futuro y la vida), del poema de Joan Alcover –himno de una isla donde resuena el clamor “Mallorca no se vende”–, es premonitoria: “Sabe dónde se esconde la semilla / Sabe que la cepa más sube / Cuanto más adentro puede arraigar”.

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