He leído de un trago la última novela de Maite Salord, El tiempo habitado. Es una historia con un tono marcadamente intimista sobre una mujer menorquina que vive una jornada de despedida de la casa familiar, que se ha vendido a unos franceses.
Mientras leía las confidencias de Ángela, mi entorno se llenaba de conversaciones y lecturas sobre la masificación turística y las terribles consecuencias que está teniendo en el problema de la vivienda.
“Nos acabaremos sintiendo forasteros en nuestra casa” es un lamento que ya proviene de pueblos pequeños y de grandes ciudades. En Menorca, me consta, es un lamento que empezó hace muchos años, pero que todavía no ha obtenido ninguna respuesta efectiva.
De modo que la tristeza de la protagonista de Salord se ha convertido en el símbolo de la desesperanza colectiva: el turismo sin freno nos está transformando la realidad, las ciudades y los pueblos cambian la estética y las costumbres; la gente del lugar es expulsada de su casa por unos precios abusivos y, inevitablemente, la vida de pueblo o barrio va perdiendo fuerza y personalidad.
En una entrevista que le han hecho a propósito de esta novela, Maite Salord, que, recordémoslo, fue presidenta del Consejo Insular de Menorca, suelta una frase que nos interpela a todos: “ Se habla mucho de quien compra y poco de quien vende. Quienes vendemos somos los menorquines”. Aquí está uno de los grandes nudos de la cuestión y, obviamente, allí donde dice menorquines puede poner el gentilicio que le convenga.
Todos conocemos personalmente a alguna familia que se ha enriquecido o se está enriqueciendo colaborando activamente en esta espiral enloquecida. Aparte de los grandes especuladores, que están ahí y malvistados, hay muchos menorquines, y barceloneses, y catalanes de todas partes que se han apuntado con entusiasmo a los beneficios económicos que reporta el turismo de masas: pisos que se alquilan por habitaciones en precios astronómicos, locales comerciales cuyos alquileres sólo pueden pagar franquicias o negocios turísticos. Esto provoca una subida de precios que los autóctonos no pueden asumir y la desaparición del comercio tradicional y de su clientela.
En la ciudad donde vivo, Badalona, está la calle de Mar, hasta hace poco la arteria donde latía el corazón de los badaloneses. Desde hace unos años han ido desapareciendo los comercios tradicionales (afortunadamente todavía se conservan tiendas históricas como la droguería Can Boter o la chocolatería Almera). La calle de Mar ya no es de los badaloneses, podríamos decir que ha muerto de éxito. Estoy segura de que los que me están leyendo pueden poner ejemplos similares.
Así pues, la novela de Maite Salord le hará reflexionar sobre la turistificación y la defensa del territorio, que siempre está bien. Pero El tiempo habitadotambién habla (o sobre todo habla) de cómo los espacios cogen magnitud porque son el lugar en el que hemos vivido determinadas experiencias. En un determinado momento, de ahí el acierto del título, el tiempo y los espacios son una sola cosa.
Seguramente es por eso que el adiós íntimo de la protagonista deEl tiempo habitado de la casa donde ha vivido alegrías y tragedias nos hace pensar en la posibilidad de tener que despedirnos, colectivamente, de nuestras calles, de nuestros pueblos y ciudades, de nuestra forma de ser.
Debe haber alguna manera de reconducir sensadamente todo esto. Leyes que regulen los excesos, sobre todo, pero también cierto compromiso personal para defender lo que somos.