Desde la ventana, un conductor le grita: “¡Pero qué haces?! ¿Es que qué haces?!” Y a continuación mastica: “¿Tuestastonta? ¿Eh? ¡Tontalculo!” La mujer sonríe y toca el asno. "Llevamos cuatro días de septiembre y ya estamos así y...", se queja. No termina la frase, pero se entiende qué significa. Ahora el conductor le toca la bocina. "Que sí, que sí...", exclama ella como si hablara con alguien a quien se le da la razón "como a los locos". A continuación, sonríe, ya través del retrovisor se me mira. “Los colores amarillo y negro ya se sabe, ¿no?”, exclama. Bajo el taxi. En una terraza en la calle hay un padre que desayuna con su hijo pequeño. El hijo pequeño juega con el bocadillo (un bollo de jamón dulce y queso) porque dice que no tiene hambre, todavía. “¿Quieres que pida la cuenta y nos vamos?”, grita el padre. “¡Porque puedo hacerlo! ¡Mira, lo hago! ¡La cuenta!” El niño se encoge de hombros. Ya se ve que está acostumbrado a los gritos paternos.
Camino por la Diagonal. “¿Y la clave? ¿La tienes o no la tienes? Porque si no la tienes, es que, en serie...!”, hace una mujer. El tono no es enojado, pero es de cansancio, de rabia contenida. El hombre hace: "Ay, sí, muchas, muchas gracias" y el tono es como el de ella. Una madre y una hija caminan adelantadas: “¡No pasa nada si te la has descuidado! ¡Sólo me suspenderán!”, grita la hija. La madre resopla y chilla: “Haz el puto favor de hablarme bien, ¡que no soy tu criada!”.
Continúo mi camino. Podría ser cada uno de los personajes que me he encontrado por la calle -son personajes, si se comportan así-. Podría ser la hija enojada, la taxista resignada, el conductor llamativo, la mujer cansada. Quizás sólo quisiera, un solo día, pasar las horas de sol sin regañar a nadie y sin que nadie me regañara. Sólo eso.