Una Diada marcada

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El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, en el acto de Esquerra a la Fiesta del 2019.

Anunciando que no asistiría a la manifestación de la ANC del 11 de septiembre, porque no compartía el planteamiento crítico con los partidos políticos y las instituciones catalanas, el president Aragonès ha marcado la Diada. Un gesto de autoridad tan significativo como inesperado. El president parece haber entendido que la primera obligación de un gobernante es defender la institución que representa. Y lo ha querido dejar claro. Aragonès, en cambio, reconoce el sentido unitario y respetuoso de Òmnium Cultural y se apunta a sus actos.

Una Diada que ya venía farragosa, a consecuencia de la inacabable resaca de octubre del 2017, entra ya directamente en el terreno de la confrontación dentro del espacio independentista. Una expresión más de una realidad indisimulable: este magma convulso denominado Junts per Catalunya no consigue estabilizarse y vive en estado de frenético recelo de Esquerra Republicana, que lleva ya un cierto tiempo a ritmo de fuerza tranquila que pone la política por delante de la agitación. Es la diferencia entre una estructura consagrada de partido y de liderazgo y un desmadre de personalidades con agenda propia, de grupos de intereses y de familias ideológicas en efervescencia permanente, sin acabar de definir ni el trayecto ni el ritmo a seguir. Exhiben el programa de máximos perfectamente a sabiendas de que no hay estrategia sino bla, bla, bla de palabras mayúsculas que, a base de repetirlas sin avanzar, no hacen más que perder valor y credibilidad. Es la apoteosis del estancamiento: lo queremos todo pero como no podemos nos quedamos con nada. Eso sí: nos quejamos de los otros porque no hacen bastante.

Y, aun así, el tejido se va deshilachando. ¿Cuánto tardará el gobierno en entrar en crisis definitiva: será antes o después de las municipales? Mientras tanto, quien no se distrae –y ahora mismo parece que el PSC está bastante al caso– va poniendo la mano para ver qué le cae, a medida que se va asumiendo lo que es evidente: que la gran promesa ni estuvo al alcance en su momento cenital (octubre del 2017) –y por eso se dio por no hecho lo que se hizo (la retórica declaración de independencia)– ni lo está ahora; y que si se quiere avanzar en alguna dirección se tienen que adecuar los objetivos a las realidades.

No fue ni podía ser. Cuesta aceptarlo y aun así es necesario hacerlo. Lo olvidamos a menudo, pero el gran éxito del 2017 fueron las urnas: conseguir ponerlas sin que el gobierno español las detectara. Una humillación para los poderes del Estado que compensaron con la brutal respuesta política, policial y judicial. Aquel éxito hizo creer que se podía ir más lejos. Y era un espejismo. No hubo la cintura necesaria para parar y ganar tiempo. Y cinco años después, mientras algunos, con Esquerra Republicana al frente, intentan adaptarse a un nuevo marco, los otros –prisioneros de sus conflictos de intereses internos– pretenden seguir alimentando las ilusiones aunque sea al precio de hacer crecer todavía más la frustración. Y así estamos, en una espiral sin fondo. En este marco se entiende el gesto del president Aragonès de poner la institución por delante. La realidad es terca: las cifras no engañan, ahora mismo el umbral del independentismo está en los dos millones de votos, y es evidente que no hay bastante. Y la insistencia en hacer creer que sería suficiente una voluntad real de los que gobiernan para que el programa de máximos estuviera al alcance es falsa.

En todo Europa entramos en una fase muy complicada, bajo la sombra de la guerra, con noticias inquietantes sobre el futuro inmediato de la economía, con afectación directa en la vida cotidiana de la mayoría, y con las derechas autoritarias en expansión (bendecidas ya por el Partido Popular Europeo). Una retórica de combate que ni siquiera sirve para lamerse las heridas de la larga resaca no lleva a ninguna parte. La situación es demasiado grave para pasar de puntillas con promesas que no miran a tierra. O el independentismo recupera la coherencia como gobierno con una estrategia en el marco de lo que es posible o la tendencia será a la evaporación, con fugas hacia la abstención o hacia otros territorios. Quién sabe si después del ciclo electoral que se abre nos encontraremos con que vuelven las alianzas sobre el eje derecha/izquierda en detrimento del eje unionismo/soberanismo.

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