El domingo pudimos ver las imágenes de una rueda de prensa conjunta entre la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, desde la isla de Lampedusa, que dispone de un “centro de acogida” (lo llaman así) para migrantes con cabida para 400 personas. En ese momento habían llegado cerca de 11.000, muchas más que habitantes tiene la isla. La imagen de la máxima autoridad política de la Unión Europea haciendo una rueda de prensa junto a una gobernante de extrema derecha de un estado miembro, sobre una emergencia migratoria, constata dos fracasos: por un lado, el de las extremas derechas y los neofascismos europeos frente a las crisis migratorias. Y por otro, el de la socialdemocracia en su intento de normalizar estas extremas derechas y estos neofascismos e incorporarlos en el sistema político de las democracias occidentales.
Las extremas derechas actuales no vienen a hacer revoluciones ni golpes de estado. No buscan tumbar el poder establecido, sino parasitarlo por la vía democrática del voto, porque esto las legitima. Del mismo modo, su deseo no es abolir las instituciones, sino controlarlas para difundir, desde ellas, sus mensajes de odio y fractura social, porque de ello se alimentan electoralmente. El problema (o la ventaja) es que estos mensajes son de escaso recorrido, porque, en cuanto llegan al gobierno, demuestran que son falsos. Las teorías de las extremas derechas sobre la supuesta amenaza que representa la migración para la ciudadanía del país que la recibe y para su lengua y cultura, las historias de miedo sobre grandes sustituciones y sobre movimientos teledirigidos desde oscuros poderes ocultos para desmontar la identidad europea (o la española, o la catalana), y la idea de que todo esto se resuelve cerrando puertas y fronteras y usando la mano dura, todo esto queda en evidencia cuando se confronta con la realidad. Y la realidad es que, si bien nadie sabe cómo gestionar los movimientos migratorios, quien menos lo sabe y quien más inepto se muestra es la extrema derecha. Aparte de sacar lo peor de la condición humana, su discurso y sus —digamos— propuestas son estériles y no sirven para nada. Y esto vale para Meloni en Italia y para Orriols en Catalunya y sus patéticos seguidores, de allá y de aquí.
A su vez, la Comisión Europea no ha sido capaz de construir una política comunitaria de migraciones, pero sí se ve con capacidad de domesticar a estos partidos de extrema derecha y hacerlos partícipes del orden establecido. Confían, para ello, en la más que demostrada capacidad que tiene el capitalismo en lo que se refiere a la digestión de discursos, ideas y movimientos que en principio le son contrarios. Pero capitalismo y socialdemocracia no son ni exactamente ni necesariamente sinónimos, y el peligro (y lo más fácil que acabe pasando) es que se acabe dando credibilidad democrática a gobernantes, como Meloni, que no la tienen. La legitimidad de los votos no es suficiente: es imprescindible también el respeto a las instituciones y, sobre todo, a los derechos de las personas.