Masificación turística en Mallorca.
31/08/2025
Periodista
3 min

Septiembre. El día 1 cae en lunes. Bienvenida sea la rutina. Adeu-siau, durante unos meses, a una imagen perturbadora: la del turismo de fila india. Quién sabe si, a partir de hoy, las redes sociales dejarán de inundarnos de imágenes de colas kilométricas de personas que pretenden hacer hacia un destino que, con poca gente, será paradisíaco. En temporada alta, en cambio, llegar a la meta ha sido una prueba de paciencia, resistencia y, tal vez, estupidez humana. No ha habido día en que no hayamos visto vídeos de la caravana de coches parados, durante horas, para intentar llegar al puerto de Sóller. A veces el atasco iba mucho más allá de la rotonda de Caubet. Para aparcar en Positano, y ver la cascada de casas coloreadas que cuelgan sobre la costa Amalfitana, debes levantarte mucho antes que el sol. De lo contrario, llegar por carretera es una quimera pesada, desesperante. En Santorini, los turistas sólo ven las puestas de sol, ordenados uno tras otro, como en una fila escolar que se alarga durante horas. Pero no todos los paraísos de postal están en el Mediterráneo. Para llegar a Gaztelugatxe, e intentar subir los 241 escalones hasta la ermita de Sant Joan, da igual que tengas reserva previa. El problema, desde que la serie Juego de truenos rodó unas escenas impresionantes, es poder acceder sin hacer horas de caravana infinita. Te acabas conociendo de memoria cada curva de la costa vasca. En el Monte Saint-Michel, igual. O mucho peor. Sólo puedes acercarte a las horas de marea baja y si tienes plaza de aparcamiento reservada con antelación. Una vez dejado el coche, las fotografías de la procesión de turistas para llegar a pie a la abadía hacen estremecer. La masificación es esto, una patología altamente contagiosa que pasa, en un santiamén, de vicio absurdo a manía enfermiza. Como si, debido a que cueste tanto llegar, ese rincón de mundo ya tuviera que gustarnos más. Al contrario. Quienes huimos de los atascos de forma obsesiva ya damos todos estos lugares por visitados. ¿Compensa? Para una muchedumbre se ve que sí. Para mí, nada.

En casa llamamos el efecto Cadaqués. Un lugar idílico, más bien esquifito, situado en un callejón sin salida del mapa, donde para poder entrar primero hay que dejar que alguien salga. Son sitios que ya eran de postal mucho antes de que Systrom y Krieger se inventaran Instagram, hace quince años. Son parajes pintorescos, con mil y un encantos que, más allá de morir de éxito, matarán de aburrimiento a los que ya estaban allí. Los habituales de Sóller, Positano y Cadaqués se convierten casi en monos de feria, en un estorbo para el hervidero de pasavolantes que, de atasco en atasco, tienen todo el derecho a ir de excursión, a comer un arroz oa retratarse en la golden hour para restregarnos su felicidad. No existe solución. Mientras todos concentramos las vacaciones en los mismos dos meses, el rebaño se moverá por los mismos sitios los mismos días. Y construiremos más zonas de aparcamiento en las inmediaciones de estas poblaciones y dejaremos que un algoritmo nos marque qué espacios a visitar nos faltan en la colección. Y una vez digerida la caravana, de vuelta con el volante caliente, haremos el doble clic para verificar que hemos estado y que ya podemos morir en paz. Todos esos temores que tenía Stefan Zweig cuando escribió Viajes hace cien años se han quedado muy cortos. Ahora hay un coche por familia, el low cost ha sido revolucionario y las redes sociales nos generan un puñado de necesidades que no teníamos. Poco a poco, la diferencia entre un viajero y un turista se ha ido haciendo gorda. El viajero ve lo que ve, el turista ve lo que ha venido a ver. Y para de contar.

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