Una aula con pupitres
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No descubro nada nuevo, pero creo que vale la pena volverlo a subrayar: la interminable batalla legal, judicial y política alrededor de las lenguas y de la enseñanza en Catalunya no se libra sobre la realidad lingüística ni en las aulas ni en las calles, sino en un terreno que podríamos calificar de heráldico; se trata de saber qué lengua-símbolo ocupa una posición más alta, más preeminente, más hegemónica. Por decirlo a la manera de Quevedo, la batalla no es por el huevo, sino por el fuero.

Todo el mundo en Societat Civil Catalana, en S'ha Acabat!, en Impulso Ciudadano, en la Asociación por la Tolerancia, en la Asamblea por una Escuela Bilingüe, en el Centro Libre de Arte y Cultura, en el PP, en Ciudadanos o en Vox, si vive en Catalunya, sabe que el castellano no corre ningún peligro ya no de extinción, sino ni siquiera de retroceso. Al contrario: la legislación general española, la realidad sociolingüística en muchas zonas del Principat, el panorama audiovisual, las últimas corrientes inmigratorias, los nuevos apoyos comunicativos, la dimensión misma del castellano como lengua global, soplan a favor de reafirmar su solidísima implantación en nuestro país. Si algún miembro de las entidades y partidos antes mencionados temiera sinceramente que sus hijos, o nietos, o sobrinos, puedan acabar la escolaridad sin hablar el castellano, habría que ponerlo en tratamiento médico urgente, porque su relación con la realidad sería preocupantemente defectuosa.

Pero no es el caso. Ni esto, ni la posibilidad de que, en algún rincón de la Catalunya rural, haya un escolar que no domine demasiado la lengua de Cervantes, no ha motivado ninguna demanda judicial ni ninguna denuncia política. Las ha motivado el razonamiento según el cual “como estamos en España, tengo derecho a que mis hijos [o los de los otros] sean escolarizados en castellano”. Las ha motivado el rechazo de que, “en España”, la lengua prevaleciendo, la lengua alta, ni que sea en un ámbito concreto como la escuela, pueda ser otra que el castellano. Las ha motivado, en fin –al menos, entre los estrategas de la lucha contra la inmersión–, la idea de que, si la escuela deja de ser el ámbito de aprendizaje general del catalán, este, en el plazo de una generación, entrará en una dinámica irreversible de dialectalización y de residualización. Vaya, que se habrá logrado en democracia aquel proceso exitoso de españolización que el franquismo no consiguió en dictadura.

Porque, no nos engañemos, la invocación al bilingüismo que hace toda la telaraña asociativa hostil a la fortaleza social y política del catalán no es más que un recurso táctico. En el mundo globalizado no hay ninguna sociedad que pueda mantener indefinidamente en el tiempo un bilingüismo equilibrado, fifty-fifty; una de las lenguas siempre acaba logrando la hegemonía en detrimento de la otra. Y la esperanza de los falsos bilingüistas es que, con el catalán todavía más debilitado desde el punto de vista legal por la vía de sentencias como la del 25%, el predominio del castellano en Catalunya sea imparable.

Algunos opinadores catalanes con espíritu de policías indígenas al servicio de la metrópoli sostienen desde hace años que toda la culpa es del Procés, porque este ha convertido la lengua catalana en bandera de parte y la ha asociado con el independentismo. ¿El Procés? ¿Y qué Procés, qué independentismo rampante había el 12 de septiembre de 1993, cuando el diario Abc tituló en portada “Igual que Franco, pero al revés: persecución del castellano en Cataluña”? La realidad es más bien la inversa: fueron las décadas de campañas de prensa tan mentirosas como hostiles, y el goteo de resoluciones judiciales que iban minando la posición legal de aquella que el Estatuto consideraba la “lengua propia”, fue todo esto lo que empujó a muchos catalanoparlantes a concluir que solo un estado independiente podía garantizar la supervivencia del catalán a medio plazo. Si el argumento supremo de los impugnadores de la inmersión es que “estamos en España”, la conclusión de muchos defensores del catalán parece obvia...

Debe de ser influencia de la actualidad internacional, pero el argumentario de Carrizosa, Garriga y tutti quanti me parece significativamente parecido al de Vladímir Putin. Este es amo absoluto de un país fuertemente armado y con 17 millones de kilómetros cuadrados de territorio, pero se declara amenazado y asediado por la pertenencia a la OTAN de vecinos minúsculos como las repúblicas bálticas, o incluso por Finlandia y Suecia. El español tiene 580 millones de hablantes, pero los políticos que lo explotan en Catalunya lo describen perseguido y rodeado por una lengua con 10 millones de hablantes como máximo. Putin, para justificar la invasión de Ucrania, dice que en Kiev hay un régimen nazi, que los ucranianos practican un genocidio contra las poblaciones rusófonas del Donbás... Cs, PP, Vox, sus satélites civiles y sus corifeos mediáticos, para justificar su guerra de desgaste contra el catalán, tildan la política lingüística de la Generalitat de supremacista, etnicista y obra –dijo Ignacio Garriga el otro día– de un “gobierno golpista”.

Las afinidades electivas son fascinantes de observar: nacionalismo imperialista, fakes sistemáticas, intoxicación mediática y falso victimismo.

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