Manifestación del 15-M, el 2011, en Barcelona.
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Mi generación ya vino al mundo con la semilla de la derrota y la irrelevancia. No es pesimismo, es una observación objetiva de la realidad. Ya nacimos despolitizados porque, encontrándonos ya hecha la democracia y la igualdad en derechos y libertades, nos convencimos, o nos hicieron creer, que ya no necesitamos tener conciencia de clase ni nos era necesario el feminismo. O sea, que nos dedicamos a la única actividad política que nos llamaban a practicar: el consumo. Nos tragamos las consignas que nos daban. Nadie era pobre porque todos éramos clase media, y permitíamos la arrogancia estúpida de despreciar las vidas aburridas de los padres que tenían un trabajo de por vida o vivían siempre en el mismo lugar. No era mi caso, yo sobrevivía en la temporalidad más precaria para poder dar de comer a mi hijo, pero no decía nada porque me daba vergüenza ser la única explotada del grupo. Todo era fachada, claro, porque muchos jóvenes de clase media sólo lo eran gracias a la facilidad de los créditos que iban encadenando, y por eso cuando, con la crisis del 2008, se cerró el grifo y vinieron los recortes, vimos en serio en qué lugar de la escala social éramos todos.

El derrumbe económico nos obligó a adquirir conciencia política a toda pastilla, a darnos cuenta por primera vez de los fallos del sistema en el que habíamos vivido, por lo que las plazas se llenaron con movimientos como el 15-M y dejar el escepticismo legado por las generaciones anteriores para creer en fuerzas alternativas, lo que se llamó “nueva política”. No sé en qué momento se desinfló el globo, cuando nos dimos cuenta de que estos nuevos líderes envejecían a un ritmo mucho más rápido que los del “régimen”. Ahora vemos, no sé si con más estupefacción que tristeza, como algunas de las personalidades más destacadas que surgieron de toda esa indignación se echan los platos por la cabeza no en encendidas discusiones sobre las posibles soluciones de los problemas que tienen los ciudadanos que les han votado sino sobre sillas y subvenciones, coaliciones y vetos personales. Es decir, en la más rancia y tradicional disputa del poder por el poder sin disimular, sin recordar ni por un instante la enorme cantidad de personas que pasaron semanas a la intemperie, que dieron sus horas y sus días trabajando de forma gratuita para tratar de construir un futuro esperanzador, para cambiarlo todo. De“asaltar los cielos” a insultarse públicamente, de “proceso constituyente” en "quita, que a ti no te estoy". Los mayores nos dirán que nos lo merecemos, que fuimos idiotas de confiar en ellos, y yo confieso esa culpa por ingenuidad, por haber creído en unas figuras que, vistas con perspectiva, era más que evidente que no venían a mejorar el mundo sino a llenarse los bolsillos ya hincharse los egos. La mayor decepción ha sido ésta, que la nueva política haya acabado haciendo exactamente lo mismo que la vieja, pero encima con redes sociales y una exposición impúdica de las discusiones que deberían ser internas. Pero tampoco debería extrañarnos tanto esta deriva porque nosotros nacimos despolitizados, consumidores por encima de todas las cosas, pero más que nada fuimos la primera tanda extremadamente individualista que abrazó un valor social dominante que ahora ya podemos dar por absolutamente hegemónico: el del narcisismo, la gran enfermedad de nuestro tiempo, el talón de Aquiles por donde nos han cogido y por donde nos han fallado estos líderes ya tan caducos, tan obsoletos sin que fueran programados para serlo. Donde hay narcisos nunca nacen soluciones comunes porque, mirándose como se miran constantemente en el espejo de la popularidad o la importancia, es imposible que escuchen, que dialoguen, que dejen lugar para quienes les podrían hacer sombra, que sean coherentes con los principios que dicen defender porque no tienen otro proyecto político que ellos mismos.

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