Soy responsable de mi salud. Si me levanto con el hombro garabateado y la tensión física me desvía de las tareas que tengo que hacer, pienso que será por la mala postura que adopto cuando trabajo. Tengo que corregirlo. Si después de un largo viaje siento los pinchazos de lo que ya sé que es una ciática, me digo que tengo que hacer más ejercicio, fortalecer no sé qué musculatura y estirar no sé qué otra. Si cada mes paso unos días con la cabeza nublada, cansancio y un dolor que no ocurre con ningún analgésico, tengo que disimular y hacer ver que estoy como siempre, no sea que mi condición biológica de mujer me estigmatice también por razones menstruales. Si un día tengo diabetes como tienen algunos miembros de mi familia, recordaré todos los dulces que he comido a lo largo de mi vida. Si tengo un cáncer de colon, pensaré en los filetes y embutidos. Me he deshecho del pensamiento mágico y ya no cargo con la culpa judeocristiana (que también es la musulmana), pero a menudo me descubro hostigándome sobre la base de la ciencia médica, pensando que, si no me encuentro bien, es que debo haber hecho algo mal.
Susan Sontag ya escribió muy cuidadosamente y con la precisión lúcida que la caracteriza sobre las enfermedades y sus metáforas y nos alertó sobre lo absurdo de sentirnos culpables por haber enfermado, como si todavía creyéramos que es un castigo por los pecados cometidos. El rastro de los moralistas sádicos que consideran los males más terribles como una consecuencia de nuestro mal comportamiento se ha transformado, ha evolucionado como un pokémon. No creemos en las maldiciones o el karma, pero sí que nos sentimos responsables de nuestras enfermedades de acuerdo a la educación para la salud que hemos recibido. Hay ingentes cantidades de información médica disponible, a un clic para cualquiera con conexión a internet, y su divulgación se ha vuelto masiva. No existe ningún magacín de tarde que no tenga su sección de nutrición o consultorio. Los ambulatorios y hospitales están llenos de carteles y trípticos informándonos sobre todo lo que debemos hacer para no enfermarnos. Y de paso ahorrar algo de gasto público. Ejercicio, dieta equilibrada, no fumar, no beber y no estresarte. Sobre todo no estresarte. Todo está en tus manos, tienes el control. Si coges un mal feo es que no te has cuidado y si no te curas es que no tienes suficientes ganas (en eso también nos han dicho que, si quieres, puedes, y lo que se muere será que quería morir) . Como si el cuerpo humano fuera una máquina que viniera con un manual de instrucciones y sólo tuviéramos que seguirlas. Con tanta información puede dar la impresión de que la medicina todo lo sabe, todo lo abarca y todo lo puede solucionar, pero eso no es más que un espejismo. Los avances son muchos y han mejorado con creces la esperanza y calidad de vida de millones de personas, pero todavía estamos lejos de tener la clave de todos los malestares. Más aún cuando la hiperespecialización complica la visión global del paciente y todavía se sabe poco sobre los vínculos entre la mente, la conciencia y el cuerpo.
La culpa por estar enfermos también tiene su origen en un sistema que no admite la debilidad ni los organismos que no funcionan como un reloj. No sólo estamos obligados a no ser una carga para los demás, sino que debemos producir sin cesar y no hacer caso de los diferentes estados por los que pasamos a lo largo de los días y horas. Cafeína para estar despiertos, valerianas para dormir, vitaminas para no coger resfriados. Suplementos por no dejar de rendir al máximo. Neutralizamos así los mecanismos que nos alertan de verdad sobre las conductas perjudiciales para la salud: no descansar, no parar, no disfrutar de la vida, que es quizás el factor de riesgo más decisivo de todos, y que nunca he encontrado ni en ningún artículo sobre salud ni en ningún tríptico en las salas de espera.