En un coloquio organizado en el Congreso para conmemorar los 45 años de la Constitución, Miquel Roca recordó que el consenso del 78 fue “muy difícil” y que aquella experiencia “podría ayudar a los políticos a pensar que también son capaces de resolver lo que está pasando ahora”.
Sí, hace 45 años el ejército y la judicatura estaban integrados por militares y magistrados que habían hecho carrera con Franco, ETA mataba y no hacía ni 40 años que había terminado la Guerra Civil. Tuvo mérito. Pero todo el mundo sabía que no había alternativa. Que el franquismo sin Franco era inviable, que para entrar en la UE era necesario ser una democracia y que la única posibilidad de salvar a la monarquía era haciéndola constitucional. La democracia era un deseo de los de abajo y una orden de los de arriba, con Juan Carlos y Suárez (exministro del Movimiento) a los mandos, sobre todo en el pedal del freno. Y más aún: la carrera personal y política de demasiada gente dependía del hecho de que aquello saliera bien. O sea que tenían todos los incentivos para redactar una Constitución.
Hoy, en cambio, la carrera política de unos depende de la desaparición de otros. Hoy en día, en todas las democracias del mundo, la política se hace sin hacer prisioneros. Ya no hay adversarios políticos, sino enemigos. Pactar es una señal de debilidad. La opinión pública no recibe la versión oficial por la única tele pública existente, sino que está sometida a un festival de hechos alternativos que llegan por mil canales. Y en todas partes, también en España, la supervivencia de los liderazgos políticos depende del control de las instituciones, por delante o por detrás. Catalunya fue la primera en comprobarlo, cuando el PP logró que el TC enmendara un Estatut aprobado por las Corts y por referéndum. Políticos nacionalistas como el propio Roca han sido privados del poder por el mero hecho de ser catalanes. Por todo ello, hoy estamos supeditados a las necesidades de Pedro Sánchez. Las virtudes como el consenso, en su caso, otro día.
