En 1962 el gobierno de Franco solicitó iniciar el proceso de integración europea mediante una carta del ministro Castiella ofreciendo, como primeras aportaciones españolas 'continuidad territorial' y 'posición geográfica', con el añadido de los consabidos 'nexos con los países americanos'. Resulta chocante comprobar lo poco que desde el franquismo ha cambiado el imaginario del Estado español sobre su propio valor, básicamente el de un gran solar en venta alrededor de Madrid, convertida en una especie de hub euro-americano. Lo del hub es un disparate casi mayor en el presente globalizado y multiconectado, pero en todo caso nos revela la continuidad del complejo pos-imperial de las élites de la capital del Estado.
Como sea, el Estado español jamás ha abierto un debate público, serio y adulto, sobre el proceso de integración europea. Ahora, cuando a la vista del giro político en EEUU muchas voces piden profundizar en dicha integración, en España sigue habiendo una ficción no expresa pero sostenida que aparenta que la Unión es completamente compatible con el mantenimiento del Estado y que ambas realidades no entran ni entrarán en contradicción. Sin embargo, lo cierto es que los conflictos entre la Unión y los estados miembros no se reducen a los casos más o menos extremos y sonados del Brexit o el enfrentamiento entre la Comisión y Hungría por las visas a ciudadanos rusos y bielorrusos con la guerra de Ucrania de fondo, sino que aparecen de modo recurrente por todo tipo de motivos jurisdiccionales, económicos o políticos. Así pues, sea cual sea el horizonte, no hay posibilidad de tratar la construcción europea sin tratar el desmantelamiento de los estados, no hay posibilidad de hablar seriamente de la integración sin hablar de disolución de España.
Comoquiera que la falta de un debate público abierto, serio y adulto, no se limita específicamente a la integración europea, y más bien responde a un déficit democrático general, este debate en particular tiene la dificultad añadida de que el proceso carece de objetivos precisos, generales o mantenidos en el tiempo. La historia de la integración se ha ido haciendo sobre la marcha, a menudo aprovechando las crisis. No hay pues un horizonte final sobre el que debatir. Los modelos existentes de estado-nación no sirven. Desde luego no sirve la nación unitaria a la que se ajustaría la ficción de una provincia-España con Madrid de capital subsidiaria e intermediadora de Europa. Esta Unión reformada como un gran Estado territorialmente jerarquizado, federal o confederal, no podría ser haber sido construida más que en la guerra, y hoy, ni siquiera en la guerra contra Rusia podría ser; ningún estado tiene la capacidad económica, cultural, etc., para dar unicidad y liderar el proceso. La realidad es que la Unión se configura en geografías múltiples, a diferentes velocidades, como un entretejido de poderes y sistemas de gestión, no siempre convergentes. La diplomacia exterior de la UE está dirigida por la OTAN; el poder monetario por el BCE; la representatividad popular se mantiene, mal que bien, en los parlamentos; la capacidad ejecutiva se reparte entre los consejos de ministros y los consejos de administración; los medios de comunicación pertenecen a conglomerados globales; otros poderes económicos y políticos se entrecruzan con los anteriores y todos están en continua reconfiguración.
Europa no es ni será tampoco una superpotencia ni una fortaleza. La tentación de proyectar hacia arriba, a escala continental, la nostalgia de los perdidos imperios nacionales es una peligrosa política de excepcionalismo y enfrentamiento. Muy al contrario, la UE ha sido y es un refugio de estados vencidos, arrasados por guerras mundiales y civiles, de naciones agotadas, pequeñas, sin futuro y de sociedades en reconstrucción. Para todos éstos la integración fue una salida, una vía de escape. Y por eso la UE se ha reforzado en las crisis y sigue siendo atractiva para los estados dentro y fuera de la Unión, a pesar de todo. Esta es la contradicción generativa de la UE.
La integración ofrece una vía más o menos ordenada e institucionalizada para afrontar la globalización de la economía, las comunicaciones, las sociedades, etc., articulando una permanente negociación y gestión de las transformaciones mediante el acuerdo. El proceso de acomodación es lento y complejo, demorado por la tentación de los estados de volver a expresar la hegemonía externa e interna. Los estados renuncian a imponer su hegemonía a otros estados en la medida que renuncian también a imponerla en sus viejas jurisdicciones. No hay otro camino. Es en este sentido que la discusión y el concierto, como mecánicas de la integración europea acordada, precisan de debates públicos en el interior de los estados miembros, con participación pública real, de las organizaciones políticas y los parlamentos del Estado. No puede haber una Europa democrática si el proceso de integración no es construido democráticamente. El déficit democrático de la UE se genera en esa falta de participación. El monopolio de la representatividad y el negociado con la UE por parte de los sucesivos gobiernos de España es un obstáculo a la democratización de Europa.