Que Jordi Évole haya defendido la españolización de TV3 da la sensación de ir atrás como los cangrejos. Con el final del Proceso estamos viendo un clasiquísimo retorno del reprimido, todo lo que no quisimos hablar de lengua y nación porque sólo queríamos hablar de democracia. El problema, claro está, es que también vuelve el viejo sándwich entre el identitismo frágil y el cosmopolitismo cínico que impide que salga un sentido común útil para la mayoría. Naturalmente, el debate entre universalismo y particularismo es una lucha eterna sin victoria final posible, pero si tomamos la molestia de escribir es porque no podemos dejar de creer que algunos argumentos son mejores que otros. Aprovecho la página para esbozar algunos de mis preferidos sobre el tema.
La mejor manera que yo he encontrado de huir de las contradicciones del esencialismo es hablar de la identidad como la continuidad de una conversación. Hay una frase de Obama, publicitaria pero eficaz como todo en él, que dice que la democracia no es una casa que debe construirse, sino una conversación que debe mantenerse. Cogiéndola, la catalanidad deja de ser un conjunto de valores y se convierte en el debate sobre cuáles deben ser estos valores a lo largo de la historia. Un ejemplo nada inocente: los catalanes eran percibidos como rebeldes sanguinarios en la época de la Rosa de Foc, mientras que los líderes del Proceso nos decían que “somos gente de paz”. La disputa sobre el contenido del carácter catalán puede ser más o menos útil, pero observar que los catalanes han hecho y han sufrido ciertas cosas por el hecho de reconocerse y ser reconocidos como catalanes es imprescindible.
El politólogo Alan Patten es quien más me ayudó con una definición técnica: “Una cultura diferente es la relación que las personas comparten cuándo, y en la medida en que, han compartido entre ellas la sujeción a un conjunto de condiciones formativas que son diferentes a las condiciones formativas que se imponen a otras”. Esto aterriza la idea hegeliana de que la identidad está constituida por el mantenimiento de la diferencia. Una cultura no es una lista de características grabadas en el fuego del espíritu, sino la capacidad efectiva de una comunidad de controlar las condiciones formativas de la siguiente generación. No eres lo que dicen tus libros de historia, tus leyendas o tus canciones de cuna, sino que eres por el hecho de que puedes y quieres publicar, narrar y cantar en un espacio propio. Y no hace falta decir que esto incluye los programas de televisión.
Si entramos en el corazón del sentido de tener culturas diferentes, debemos hacerlo de la mano de Michael Walzer, que visitó el CCCB hace quince días a raíz de la traducción al catalán de lo imprescindible Delgado y grueso (Ediciones Sidillà), y lo resumió de una manera tan sencilla como que "la libertad produce diferencias". Los seres humanos libres se asociarán en comunidades separadas que discreparán razonablemente sobre lo que es la vida buena y la justicia. Estos precipitados culturales, que Walzer llama "morales gruesas", son la única vía de acceso que tenemos a la socialización que hace posible la organización colectiva y la solidaridad. Cada vez que un progresista te diga que tu diferencia es un obstáculo para la justicia mundial debes preguntarte si no está defendiendo los privilegios de su diferencia, que es lo que ocurre nueve de cada diez veces.
El problema es hoy escapar de la dialéctica entre el supremacismo identitario de cierta derecha y el supremacismo diferencial de cierta izquierda. Siguiendo a Slavoj Zizek, creo que la mejor manera es que la izquierda aprenda a desactivar una acusación muy habitual según la cual defender la forma de vida que preocupa a las clases medias nacionales es una forma de protofascismo. Entre el populismo antiespañol y el acomplejamiento anticatalán, es necesario hacer compatible la defensa de ciertos sesgos de la cultura propia con el universalismo ético. La clave es forjar consensos que se traduzcan en claras normas sobre la obligatoriedad del catalán, los límites del drenaje fiscal, la capacidad de decidir sobre políticas estratégicas, etcétera. Se trata de construir un nuevo sentido común que haga impensable hablar de españolizar TV3 sin que lo que pronuncia estas palabras se vea inundado por un sentimiento de absurdo y vergüenza.
Reivindicar la catalanidad como la continuidad de una conversación diferenciada de la española escapa de las acusaciones cínicas de esencialismo y es instantáneamente útil y transversal para todo el mundo que viva en Cataluña. Como saben todos los catalanistas, leer los periódicos, escuchar las radios y ver las telas del ámbito catalán te introduce en una conversación más cercana a las necesidades del país, más consciente de los agravios históricos, y más entrenada en la elaboración de soluciones. Dentro de esta conversación existen barbaridades y genialidades, pero sólo en la medida en que se mantenga una diferencia tendremos un espacio de comparación y crítica que permite más política y más libertad. Un espacio que es justamente el que la españolización de TV3 haría desaparecer.
La catalanidad no es una sensibilidad folclórica ni un conjunto de valores inmutables: es la continuidad de una conversación distinta de la española a lo largo de la historia que ayuda a todo el mundo que viva en Cataluña a ver injusticias que no vería de otra manera ya luchar por combatirlas.