Una columna de humo se eleva después de un ataque con cohetes iraníes en Tel Aviv, Israel.
20/06/2025
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Cada nuevo frente de guerra incrementa la sensación de desmadre que vive la Unión Europea. "Occidente tal y como lo conocemos ya no existe", declaraba Ursula von der Leyen en una entrevista en el diario alemán Die Zeit el pasado abril. El vecindario europeo está en llamas. La escalada bélica entre Israel e Irán ha acabado convertida en cuestión de días en una guerra abierta que alimenta, aún más, el riesgo de proliferación nuclear que acompaña a este proceso de rearme que ese vive a escala global.

Si algo debería haber prendido llegado a este punto la Unión Europea es que ningún cambio de régimen provocado por la fuerza des del exterior ha tenido resultados positivos en los últimos treinta años. Lo hemos vivido en Afganistán (2001), en Irak (2003) y en Libia (2011). Ahora una caída del régimen iraní amenazaría, de entrada, con aumentar aún más el nivel de caos que ya se vive en la región.

Pero como la Unión Europea se ha colocado a ella misma en una posición de observadora incapaz, cada nuevo episodio bélico sirve, sobre todo, para constatar las contradicciones internas que marcan la política exterior europea y el declive de su influencia regional.

Mientras el comisario europeo Andrius Kubilius, que ocupa la recién creada cartera de Defensa y Espacio, aseguraba recientemente que en la guerra de Rusia en Ucrania "la diplomacia no va a ayudar, solo la fuerza", el mensaje de Bruselas es totalmente opuesto cuando se trata de Oriente Próximo. "La seguridad duradera se construye mediante la diplomacia, no la acción militar", decía la alta representante para la política exterior europea, Kaja Kallas, este fin de semana, tras reunirse con el ministro de Asuntos Exteriores de Irán.

La cacofonía europea es evidente entre capitales y se expresa también en las contorsiones de un argumentario que queda en evidencia cuando se compara la doble moral de la UE frente a los conflictos latentes en su vecindad sur y este.

Alemania, Francia, el Reino Unido e Italia configuran el frente más encendido de apoyo a Israel ante Irán. Pero mientras Berlín y París piden públicamente el retorno de la diplomacia, el Reino Unido ha decidido enviar aviones de combate a sus bases en Oriente Próximo ante la posibilidad de que la situación siga agravándose. Por su parte, Von der Leyen, cuando le preguntaron en rueda de prensa durante la reunión del G-7 en Canadá si cree que una solución diplomática es preferible al conflicto militar, reconoció estar de acuerdo con Benjamin Netanyahu cuando dice que "Irán no debería tener armas nucleares", aunque añadió: "Por supuesto, creo que una solución negociada es, a largo plazo, la mejor solución".

En Kananaskis, la cumbre de los países más industrializados de un mundo en clara recomposición se ha limitado al control de daños y evitar la toxicidad trumpista que ya hizo descarrilar el G-7 del 2018.

Una UE obsesionada con evitar la ruptura con Estados Unidos intentaba hacer entender a Trump, otra vez, que una guerra comercial transatlántica tendría consecuencias directas en el programa de rearme europeo. A esto se le suma la incertidumbre que conllevaría un conflicto prolongado en Oriente Medio, que podría desencadenar un repunte de la inflación en toda Europa. Esto podría obligar también al Banco Central Europeo a subir los tipos de interés, lo que dificultaría aún más la inversión y el crecimiento empresarial.

Los frentes se multiplican. La sensación de vulnerabilidad se ha instalado permanentemente en la política europea. En un mundo de dependencias asimétricas, la UE sigue aferrada al instrumento que le ha garantizado hasta ahora su dosis de influencia global: el poder comercial. Ante las debilidades diplomáticas, la UE multiplica, en cambio, sus acuerdos comerciales con medio mundo (Mercosur, India, Nueva Zelanda...).

En el último artículo escrito antes de morir por el politólogo Joseph Nye juntamente con Robert Keohane, publicado ahora en el último número de la revista Foreign Affairs, los dos expertos teorizan sobre el "final del largo siglo americano" con la renuncia por parte de Donald Trump al poder blando y su apuesta por abrazar la coerción como único instrumento para apuntalar la capacidad de salirse con la suya. Europa –escriben Nye y Keonane– podría ejercer cierta contrainfluencia en el sector comercial si no fuera tan dependiente de Estados Unidos en materia de seguridad.

El ritmo vertiginoso de los cambios globales, y el impacto de unas relaciones geopolíticas marcadas por el ejercicio del poder duro y la confrontación, agravan las debilidades estructurales europeas y su propia concepción.

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