El fentanilo de los gatos

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Un gato y un perro comiendo, en una foto de archivo

Todo el mundo que sea dueño de un gato sabrá que el felino, a diferencia del perro, no se lo come todo en tres segundos. El gato es golosinas. Si tiene hambre –o deseo– maullará, pero si lo que le das no le es de agrado, te mirará con desprecio, intentará abrir el armario donde guardas sus golosinas y, finalmente, te abandonará para ir a mendigar al vecino . El perro, ya lo sabemos, se lo traga todo, sea cual sea. Cualquier amigo que tenga gatos puede decirte: “A Bola le gusta esto, a Tell le gusta esto otro, parece mentira” (los nombres de los felinos, en este caso, están basados ​​en hechos reales).

Y he aquí que, sabiendo todo esto, sabiendo que los gatos se guían por el olfato (cuando el saco de pienso está a punto de acabarse, que no huele tanto, ya no les gusta tanto), el inventor que cree el alimento de gatos total lo tiene todo. Y el alimento existe. Es un sobre de comida (lo que llamaríamos “latonita”) que vienen a las grandes superficies. Es imbatible. Gato que lo prueba, gato que no quiere nada más. Le puedes dar “latas” de otras marcas, del mismo precio, que huele, displicente, y se dedicará a su actividad preferida: chuparse la ingle con la pierna arriba provocando la envidia más absoluta de Simone Biles.

En todo caso, el ideólogo de la mezcla merece un premio al emprendimiento. ¿Por qué ésta, justamente, es tan exitosa y las demás no? ¿Cómo lo ha hecho? ¿En cuántos gatos ha probado la fórmula? Todos sabemos que si un gato no quiere comerse algo, por hambre que tenga, no se lo comerá. Una amiga que también es ama de felinos, me da la hipótesis de este fenómeno launístico: “Ponen fentanilo”, me dice. Y ya, a este alimento felino, lo llamamos “el fentanilo”.

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